El autor se confiesa: Marta Sanz

Marta Sanz ha publicado recientemente pequeñas mujeres rojas (Anagrama 2020), el libro con el que cierra la trilogía del detective Arturo Zarco. En ella profundiza en la memoria, «memoria del cuerpo y cuerpo de la memoria», a partir también, como nos cuenta en este texto, de una sensación de miedo con el auge de una ultraderecha española que siempre ha estado ahí. La autora se confiesa ante los lectores y lectoras de El Ciervo y nos cuenta cómo fue tomando cuerpo esta magistral novela.

pequeñas mujeres rojas por Marta Sanz

pequeñas mujeres rojas es el resultado de dos tipos de exigencias que, en los textos artísticos, suelen estar interrelacionadas: por una parte, la observación de la realidad, las preguntas e incertidumbres que nos asaltan cada día; por otra, la conciencia sobre el estado del campo literario y del significado del comportamiento personal en ese campo. Con una enunciación menos abstracta -no sé si más respetuosa-, podríamos decir que esta novela nace de la dilatación de mi pupila motivada por el miedo: el miedo al rebrote de una ultraderecha española que nunca se fue y forma parte del lado más siniestro de nuestro ADN, y que a la vez sintoniza con las renacidas formas de justificación programática del neoliberalismo: ahondar en las brechas de desigualdad utilizando viejas técnicas de propaganda a lo Goebbles. Ese frío que llega de fuera entra en contacto con una sospecha literaria: las novelas de la memoria suelen adoptar un tono sentimental o solemne que ha dejado de oírse por su previsibilidad estilística. Así surge la necesidad de contar una historia sobre la memoria del cuerpo y el cuerpo de la memoria a través de un orfeón de niños perdidos y mujeres muertas que utiliza un sentido del humor, insecticida y vitriólico, para ser oído desde el fondo de la fosa. Las voces se entremezclan; aprenden idiomas en su contacto con los restos de un brigadista internacional; relajan y amplían su obsoleta moral sexual haciéndose cosquillas entre la lombriz y las aguas subterráneas; reivindican los gestos épicos en el espacio público, los posicionamientos ideológicos que, más allá de demonizaciones torticeras, convierten en buenas personas a los seres humanos; se desligan del anonimato de las mayorías silenciosas; y marcan la diferencia entre justicia y venganza, desde el presupuesto de que el pasado habita el presente y se proyecta en el futuro para consumar una utopía posible. La idea del fantasma, utilizada por la historiografía y también por el género de terror, sirven para contar una historia en la que la violencia contra el cuerpo de las mujeres se empasta con la violencia contra el cuerpo de vencidos y vencidas. Ambas son violencias reales, no legendarias, que se radicalizan también en el ejercicio de formas violentas del discurso: un relato de la historia basado en el bulo, el todo el vale y la ilegítima práctica de la equidistancia narrativa; y un modo de representar las vejaciones contra la anatomía femenina que, a partir de la utilización de un lenguaje metafórico, blando y sugerente, convierte en seductores y morbosos, cortes, golpes y cardenales, hasta el punto de hacerlos formar parte de un imaginario erótico que algunas mujeres consideran deseable sin pararse a considerar que ese deseo se corresponde con un lenguaje hegemónico y una expectativa masculinas. Se normaliza  el dolor a través de las formas de un arte y una literatura que son ideológicos hasta cuando no quieren serlo. pequeñas mujeres rojas es una novela política porque es una novela poética que propone un nuevo pacto de lectura: leer despacio para construir el sentido crítico en tiempos aciagos y vertiginosos, para subrayar las posibilidades performativas de la literatura, para poner en cuestión el propio concepto de belleza y para sentir placer por medio de un proceso de lectura que, en lugar del adormecimiento lotófago, busca la conmoción. De esas inquietudes nace este libro protagonizado por una mujer coja que va a localizar fosas comunes y a desenterrar huesos a Azafrán, también llamado Azufrón, boca del infierno, espacio mítico que podría ser cualquier pueblo y ninguno de la meseta norte española.

Fotografía: María Teresa Slanzi

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