¡Pasen y vean!

Pongamos que Oprah y Trump se enfrentan en las elecciones de 2020. Donald Trump y Oprah Winfrey; un empresario que forjó su imagen pública en la televisión contra una presentadora de televisión metida a empresaria y a unas cuántas cosas más, entre ellas la filantropía, que el diccionario de la Rae define como

Amor al género humano. Si la profecía se cumple y estas dos estrellas televisivas –y multimillonarias- compiten por ocupar la Casa Blanca, habremos conseguido sublimar la fusión de la realidad con la ficción y entronizar al personaje en detrimento de la persona. Suena apocalíptico, pero llevamos tiempo esforzándonos mucho para que así suceda. Hay múltiples y diversas razones para explicar el fenómeno, pero el éxito de la Cultura Light -como la llamaba uno de mis maestros, Ramón Massó, a quién deseo buen viaje y dedico estas líneas- resulta clave para entender por qué.

Desde hace ya unas décadas, la cultura de la inmediatez, de lo gaseoso y lo poco consistente, se ha impuesto al largo plazo y a casi todo lo sólido y nutritivo. Fue la irrupción de la imagen en movimiento lo que lo cambió todo. Normal. Para qué esforzarse en concentrarse y leer si podemos plantarnos delante de una pantalla (pronto bastaran nuestros propios ojos) y dejarnos impactar por una maravillosa sucesión de imágenes llenas de promesas de todo tipo. Puro ensueño. No hace falta creérselas todas, basta con las que de algún modo consiguen hacernos vibrar. El problema es que en cuanto nos han pillado, nos ceban sin piedad porque saben que queremos más. Más series, más fútbol, más reality shows, más pornografía, o más de lo que sea. ¡Y lo quiero ahora! Pero más, porque zambullirse en la cultura light, participar de ella, es acostumbrarse a nadar en la abundancia. En la abundancia, pero del entretenimiento, que viene de entretener, verbo que el mismo diccionario define como

Distraer a alguien impidiéndole hacer algo. Cualquiera diría que nos invitan a convertirnos en seres pasivos, despreocupados y nada pensantes…

Hasta hace algún tiempo la información quedaba fuera del entretenimiento, pero la manera en la que hoy seleccionan y sirven las noticias se parece cada vez más a otro intento de distraernos para impedir que hagamos o pensemos en otra cosa y, de paso, subir las audiencias. ¿O era al revés? Sea como fuere, el espectáculo continuo nos atrae irremediablemente. Tanto, que vamos camino de preferir esa chispeante ficción a la cruda realidad. Porque si la cruda realidad no hace más que traernos a grises políticos incompetentes que nos decepcionan una y otra vez, pues busquemos en otra parte. Ya dimos pistas del hartazgo cuando empezamos a hablar de tecnócratas e independientes, sutiles eufemismos ambos para no decir “de todo menos políticos”. Descartada la tecnocracia -quién sabe si por aburrida-, la alternativa pasa por elegir a quienes aparentemente nada tengan que ver con la política. Y ahí los famosos tienen las de ganar; son líderes de opinión, nos hacen reír y llorar y les vemos y escuchamos a todas horas, incluso cuando no querríamos. Así que en lugar de elegir a eminentes y capaces doctores, abogados o filósofos, apostamos por seductores profesionales que nos aseguran que tú, como ellos, también puedes salir del barrio neoyorkino de Queens o de Kosciusko, Mississippí, y convertirte en empresario de éxito o en afamada presentadora de televisión. De nuevo el sueño americano, cada vez menos americano y más universal.

Si se enfrentan Oprah y Trump, el show está garantizado y será una de las películas más taquilleras de la historia. Y espero que al final Oprah se lleve el Oscar y acceda a la Casa Blanca. No porque le reconozca sus méritos como alcaldesa o senadora, o porque la conozca personalmente y sepa que es la más capacitada, sino porque decido creerme que ama al género humano y porque me conmueve más cuando la veo actuar por televisión, pronunciando esos discursos virales, magnánimos y lacrimosos que tanto nos gustan. Si encima consiguiera gobernar bien y hacer florecer un mundo en paz, mejor y más justo, sería de traca. Pero claro, eso ya no vende tanto.

Carles Padró, periodista

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