Aquilino

Desde luego, no es este el primer texto sobre Aquilino Duque que escoge su nombre como título, un nombre singular que definía acertadamente sus dos perfiles: el de su cabeza y el de su personalidad independiente. (“Las águilas vuelan solas; los cuervos, en bandada”, sentencia el profesor interpretado por Burt Lancaster en la viscontiniana Confidencias).  En su caso, la sonora q del nombre se afianzaba con la otra q de su apellido, y en su firma las jambas de esas dos letras parecían buscar en su verticalidad descendente un equilibrio con las diversas ascensiones que él procuraba en su conducta y en su escritura.

Me contaba su hijo Adriano que alguien de Bormujos le preguntó una vez: “¿Es verdad que tu padre se llama Inquilino?” Y quizá esa curiosidad no iba tan desencaminada, porque Aquilino fue inquilino de muchas ciudades, de varias lenguas, de diversas inquietudes intelectuales y literarias; inquilino también de la amistad, la que él recibió de figuras mayores como Rafael Alberti, María Zambrano o Dionisio Ridruejo, entre muchas otras, y supo compartir  durante tantos años, y literalmente hasta sus últimos días, con los escritores de generaciones más jóvenes que se acercaban  a Viñamarina, esa Velingtonia del Aljarafe.

Fue también inquilino de unas firmes convicciones patrióticas y religiosas por las que tuvo que pagar una renta altísima: la privación de importantes premios institucionales que merecía de sobra, alguna campaña a la contra, el rechazo de periódicos varios, el silencio sobre su obra, e incluso una muestra de la mezquina política municipal sevillana, que le sigue negando la colocación, aprobada hace años, de una placa en su casa natal. Seguramente la procesión iba por dentro pero él llevaba estos asuntos con la misma elegancia con la que lucía a veces una chaqueta austriaca que le daba un aire de caballero centroeuropeo capaz de conversar en siete idiomas.

“No soy demócrata confesional, pero sí demócrata practicante”, declaró en una entrevista de 2013, en la que añadía que lo era porque acataba el orden establecido, aunque no perdía oportunidad de ejercer su derecho a disentir, como demuestran las opiniones contundentes de muchos de sus ensayos y artículos políticos, que se basaban en un conocimiento profundo de la política, la sociedad y la cultura contemporáneas, como se puede comprobar en El suicidio de la modernidadLa idiotez de la inteligencia  o  El cansancio de ser libres, de títulos tan significativos.

Su obra literaria comenzó en 1958 con un libro de poemas, La calle de la luna, y, como en un círculo que se cierra, poemas inéditos de aquellos años se unen a otros dispersos en revistas en su último libro, Fuegos y juegos. La poesía fue el punto de apoyo de los demás géneros, y Aquilino entonaba un “eureka” cada vez que, gracias a la creación de un poema, podía pasar del desánimo a la euforia. Una poesía la suya que tuvo algo de “sermón” y “testimonio” pero que tiene mucho de lo más perdurable: el “cántico” y la “revelación”.

Ya en fecha tan lejana como 1986, García Martín, comentando El engaño del zorzal, lo calificaba de lujo de las letras españolas, lo situaba como precursor de los novísimos y lo definía con dos adjetivos que se han hecho más certeros con los años: “marginado” e “imprescindible”.

Autor de muchos poemas memorables, curiosamente los dos que más se recuerdan, tan distintos en tema y extensión, pertenecen a su primer libro: los tres versos del amoroso “Abrazo” y el extenso “El Cachorro en el puente”, uno de los mejores poemas, si no el mejor, sobre la Semana Santa.

Frecuentó la narrativa, desde los relatos de La historia de Sally Gray a Caza mayor, y en las novelas que nos ha dejado (La rueda de fuego, La linterna mágica, Los agujeros negros…) nos sorprende con una mirada irónica sobre las distintas realidades que llevó a sus páginas, con sus tramas complicadas y sus personajes extravagantes, con una prosa primera cercana a lo valleinclanesco que fue luego acomodándose a una escritura más sinuosamente sosegada.

Su trabajo como traductor en organismos internacionales le permitió ser viajero y cronista por numerosos países, y en el suyo fue concienzudo naturalista en El mito de Doñana y en la Guía natural de Andalucía. Sin embargo, no escribió Aquilino unas memorias siguiendo su extensa cronología, salvo los dos volúmenes que dibujan su infancia, El rey mago y su elefante, y su juventud, La invención de la pólvoraMano en candela y La loca de Chillán se sitúan en un terreno fronterizo entre ficción y memoria (ambas vivísimas). El resto lo tiene que componer el lector con acercamientos temáticos: la tauromaquia (El toreo y las luces), el flamenco (La era de Mairena), la política (Una cruz y cinco lanzas) y con los retratos de escritores amigos que encontramos en sus ensayos literarios, como Grandes faenas o Memoria, ficción y poesía. Todo ello con una prosa de altísima calidad y una amenidad garantizada por la facultad de entrelazar los acontecimientos importantes con la anécdota y el detalle que los iluminan.

Generoso y entusiasta, los amigos tomábamos su opinión (escrita muchas veces, pero sobre todo si su entusiasmo nos llegaba en vivo o por teléfono) como un instrumento para medir la calidad de los libros o trabajos que le hacíamos llegar. En ocasiones, al fervor inicial le seguían algunas matizaciones siempre atinadas.

En su última aparición pública, en los días finales de junio, con motivo de la presentación en Jerez de Artes y oficios, conjunto de ensayos sobre arte y música, contó su descubrimiento adolescente de que su manera de ser artista era la palabra, y, recordando a don Ernesto, declaró que su vida había sido una fiesta, señaló la importancia de la amistad y fijó su concepción de la literatura, no como un medio de hacer carrera sino como una necesidad y un modo de respirar.

Como una despedida que no sabíamos que se iba a producir tan pronto, a mediados de agosto, Lutgardo García y yo volvimos a visitarlo, según costumbre. En dos horas de tertulia de jardín, demacrado pero lúcido, un Aquilino de 90 años nos habló de su relectura de Los hijos del limo, del concepto de vanguardia en Octavio Paz, y de ahí a su libro sobre Sor Juana, y la charla se iba ramificando en observaciones de actualidad, en anécdotas, en evocaciones de amigos desaparecidos… Sobre una de las mesas de su biblioteca, dos novedades de las que se ocupó en sus últimos artículos: una biografía de Ramón Carande y el Por gusto, del marqués de Tamarón, el mismo que en alguna presentación lo tachó acertada y elogiosamente de “inoportunista”.

“Vivir es estar siempre de viaje” fue, durante muchos años, la máxima que guiaba la vida profesional de Aquilino Duque y que, en buena parte, la nutría de experiencias que espejeaban luego en sus poemas y en sus narraciones. Con el tiempo, los puntos cardinales se convirtieron en una rosa de los vientos y Aquilino, instalado más en los regresos que en las navegaciones, se dedicó a mirar y a escribir el mundo desde una calma horaciana, con un sentimiento de conformidad, que no excluía la disidencia, y de celebración de lo cercano. En este septiembre (“y la estación más bella sigue siendo el otoño”) ha emprendido su viaje definitivo. Y en el gran silencio de Viñamarina seguirán los pájaros cantando.

Juan Lamillar, poeta

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