En la tumba de Brassens

El día 22 de octubre se cumplirán cien años del nacimiento de Georges Brassens y el día 28, 40 años de su muerte. Tenía solo 60 años cuando el cáncer se lo llevó. Abusando de la confianza de los amigos de El Ciervo amantes de las anécdotas que dan un poco de sal a la vida, les contaré que servidor fue el único periodista español que asistió en Sete al entierro del muy querido, aquí como en Francia (bueno, aquí un poco menos) cantautor y poeta. Lorenzo Gomis era el director de El Correo Catalán, donde yo trabajaba como redactor. Cuando vi la noticia en un teletipo, entré en su despacho:

—Si quieres, me voy a Sete ahora mismo.

—Llévate a un fotógrafo.

Lluís Salom estaba en aquel momento libre en la redacción y enseguida se apuntó. Fuimos a ver a mi suegro para que nos dejara su Simca 1000 porque no me atrevía a viajar tan lejos con mi 2CV de tercera mano y llegamos a Sete de madrugada. Nos costó encontrar un cuchitril porque la ciudad estaba invadida por reporteros franceses pero logramos dormir un par de horas y al despertar descubrimos cuánto amaban a Brassens sus vecinos: ni un solo escaparate dejó de colgar fotos, lazos negros de luto y palabras de despedida.

Muchos pensaban que Brassens sería enterrado en el Cementerio Marino de Valéry, que domina majestuoso un bello acantilado. La familia quería discreción y por ello no avisó del lugar y la hora del sepelio. Hubo confusión, carreras, gritos, furgonetas con cámaras volando por la sinuosa carretera para llegar cuanto antes al cementerio, al Marino y al otro, Le Py, el llamado de los pobres, más cerca de la playa, más sencillo y populoso, que es donde se celebró la ceremonia.

En su Suplica para ser enterrado en la playa de Sete, Brassens se burlaba de su tumba familiar, en la que “no cabe ya nadie más porque de allí no sale nadie”, y pedía un túmulo en la playa, entre el cielo y el agua, donde los chavales se sentaran a descansar de sus juegos, la cruz se utilizara para colgar toallas o para cambiarse de ropa los bañistas; y un pino, pedía, para dar sombra a los visitantes. Pero eso era poesía. En Le Py le hicieron un hueco entre los huesos de sus parientes, como él sabía que había que hacer y quería. Esa su tumba, sencilla y familiar, está, de todas formas, mucho más cerca de la playa que la del pomposo Cementerio Marino. De modo que hace justicia y da la razón a los versos finales de su Súplica: “Pobres reyes, faraones, Napoleón que yacéis en el Panteón: tendréis envidia del eterno veraneante, que pasa su muerte de vacaciones”.

Cuarenta años lleva allí, sin dar golpe. Y en su recuerdo, estos versos de Le testament:

 

Quedaré triste y sin asombro

cuando el dios que me sigue adonde voy

me diga cogiéndome del hombro.

“Súbete al cielo a ver si estoy”.

 

Mientras me bajan a la hoya

quiera Dios que mi viuda esté fatal

y no haga falta que traigan cebolla

para activarle el lagrimal.

 

Dejo la vida sin lamentos:

esa muela me dolía mucho aún.

Aquí estoy, en la fosa tomo asiento,

la del tiempo, la fosa común.

 

¡Ah! El modesto Correo Catalán, con la artesanía y el entusiasmo descritos, cubrió mucho mejor la noticia de muerte de Brassens que los demás diarios del país. Aunque muchos le dedicaron suplementos y artículos de opinión, el día de autos no estaban.

 

Jaume Boix, director de El Ciervo

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