Hacer limpieza

Al final de la desescalada he tenido ocasión de constatar que muchos, como yo, fuimos presa, desde el inicio del confinamiento,  de un renovado deseo de orden. Las trabas al desplazamiento exterior recondujeron nuestra energía hacia una pulsión de organización interna, favorecida por el excedente de tiempo disponible. Al fin se había de afrontar la lucha, siempre postergada, contra el caos doméstico, que, por supuesto, ha concluido en una derrota sin paliativos.

Hace ya un año que ojeé el libro La magia del orden de la japonesa Marie Kondo, la gran gurú de la organización, lanzada al estrellato mundial gracias a su programa difundido en Neftlix. Sus sugestivas y sencillas propuestas están inspiradas por una estética zen, amante de las líneas rectas, la limpieza, los colores secos, las zonas de sombra y los espacios vacíos. Su método de orden KonMari puede resumirse en el principio de una eliminación despiadada de las cosas inútiles que acumulamos, clasificadas, básicamente, en tres categorías: ropa, libros y papeles, y objetos con valor sentimental como las fotos. Sin duda resulta fácil asumir, e incluso practicar,  muchos de sus sensatos consejos a la hora de desechar camisas, extractos bancarios, libros de texto de nuestra infancia o trabajos manuales de nuestros hijos. Hay, sin embargo, un aspecto en el que (por lo menos a mí) resulta difícil seguir sus consejos: el de los libros.

Marie Kondo sitúa en 30 el número ideal de volúmenes de los que se puede disponer. No duda, incluso, en afrontar su empresa de drástica reducción arrancando las páginas relevantes de cualquier libro para pegarlas en un cuaderno. Pero ¿qué hacer cuando – como es mi caso – se dispone de unos seis mil volúmenes ya previamente depurados?. En cierta ocasión, con motivo de una mudanza, tuve que embalar mi biblioteca y, a continuación, me invadió una sensación de malestar. Me sentí como el ordenador de 2001, de Kubrik, al que van arrebatando, poco a poco, sus células de memoria. Solo cuando vi de nuevo mis libros, más o menos ordenados en sus estanterías, tuve la impresión de que mi cabeza volvía a estar amueblada.

Y no es que no reconozca el evangélico atractivo del despojamiento. Me subyuga la figura de Unamuno encaminándose a su exilio, en Fuerteventura, con el único equipaje del Nuevo Testamento en griego. Envejecer – decía Jünger – es una forma de hacer limpieza. Tal vez lo dijera porque el anciano, como Job,  sabe que su destino es el de regresar desnudo a la tierra que vio nacer su desnudez. Conozco a algún intelectual octogenario que ha logrado donar, a cierta institución,  su cuantiosa biblioteca  solo para ahorrar a sus hijos el futuro engorro de colocarla en alguna librería de viejo. Sí, es preciso soltar lastre, irse purificando, desnudando…Lo intentaré en otra ocasión.

Carlos Eymar, filósofo, profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado (UNED)

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