
Y debería decir trampa de todas las redes sociales, pero ahí tenemos a Elon Musk comprándose una empresa por una cantidad asombrosa de dinero, y a medio mundo poniendo el grito en el cielo a ver si el nuevo dueño va a recortar la libertad de expresión. Tiene sentido, Twitter es el medio más valorado por periodistas, la presencia de nosotros ahí lo ha convertido en una altavoz mayor de lo que es, y quien tuitea y consigue muchos seguidores se convierte en periodista en él. No me refiero al ejercicio de la profesión o a sus recursos, sino a la esencia del medio de comunicación, ser relevante y que tu narrativa se imponga junto a un puñado más como parte de la actualidad. Casi nada.
Ahora bien, desde cuando nos hemos vuelto tan dóciles, acríticos y memos como para creer que las garantías de las libertades públicas y los derechos civiles pueden estar en manos de magnates, empresarios, oligarcas, dueños de empresas, o como los queramos llamar. Sin entrar en la moralidad de esas personas, sus objetivos vitales solo responden a un fin, el bien de sí mismos y de sus empresas. La humanidad construyó estados, democracias y luchó contra la aristocracia y la monarquía, que acabaron siendo sinónimos de tiranía, para garantizar derechos y libertades para todos los reunidos bajo una geografía y un sentimiento de pertenencia común. Sí, es imperfecto, no la totalidad nos sentimos cómodos en esa reunión colectiva, ni el sentimiento de pertenencia es igual de fuerte, ni los derechos y libertades están en el grado que deberían. Pero están.
¿Están en Twitter? Es evidente que no, ni lo estarán, ni estarán en Facebook, o Meta, ni en TikTok, ni en la siguiente red social o colectividad de intereses afines compartidos por internet. El motivo lo han resumido pocos tan bien como Brendan Nyham, columnista y blogger estadounidense y relevante aquí por haber crecido en Silicon Valley. Si algo le ha enseñado eso, afirma, es que los tecnólogos de allí pueden ser absolutamente ignorantes en política, en entender cómo funciona y en reducir su función de una manera absolutamente simplista. Nada lo refleja mejor que esa frase de Musk, «compro Twitter para garantizar su libertad».
Ya quisiera usted, señor Elon, tener ese poder.
Detrás de esa absurda idea reside la noción de que un algoritmo, que es lo que controla Twitter, y tantas otras cosas, sea tan perfeccionable como para reunir en uno la letra de la ley humana -la que garantiza derechos y libertades-, su desarrollo y aplicación, y su interpretación y límites. Ser legislativo y judicial a la vez y arrogarse además el contenido constitucional. A muchas personas razonables, y aún más a los especialistas de cada área, les sonará delirante. Los gurús del próximo paraíso tecnológico afirmarán que una inteligencia artificial potente podría encargarse. Pero la realidad es que el único modo de que una máquina sirva a la comunidad humana es que los humanos la operen. Y lo que promete la IA es eliminarnos de la ecuación. No decidiremos. Es también lo que quiere Elon Musk, garantizar nuestra libertad, él, uno solo.
Como si la libertad, la de expresión, cualquier otra, no fuera un concepto subjetivo y fijado por el colectivo humano, dentro del cual ninguno nos sentimos a gusto. Porque nunca hay suficiente ni demasiada poca, según el criterio de cada uno, y si lo dudan paseen un rato por Twitter. Esa realidad, común a cualquier sociedad humana democrática y moderna, es maravillosa. El desacuerdo. Las diferencias. La contienda política sin conflicto militar. El no ser gobernados por tiranos que deciden cuál es el sentido único y la aplicación de una palabra.
Martín Sacristán, periodista y escritor