
Con su reciente carta apostólica Candor Lucis aeternae, el papa Francisco se ha unido al inmenso coro de los que han querido honrar la memoria Dante en el séptimo centenario de su muerte, acaecida en Rávena, un 13 de septiembre de 1321. Ya en su primera encíclica, Lumen fidei, de 2013, el papa, citando a Dante, se había referido a la fe como una chispa que centellea cual estrella en el interior del hombre. (Par XXIV, 145-147). Y, en un mensaje de 2015, invitaba a leer la Divina Comedia como el paradigma de un viaje desde la pequeña tierra que nos hace tan feroces hacia la patria donde reinan la paz y la armonía. Dante es propuesto a los fieles como un profeta de la esperanza, que se convierte en intérprete del deseo de todo ser humano por retornar a Dios, al tiempo que afirma que el mayor don que Dios nos ha dado es el del libre albedrío (Par V, 22).
No es la primera vez que un papa elogia a Dante. Benedicto XV, en su encíclica, In praeclara summorum, de 1921, le caracterizaba como un poeta que cantó con acentos divinos los ideales cristianos. Y por obtener su inspiración de la fe católica, podía también afirmar Benedicto XV: “Alighieri es nuestro”. Pablo VI, reiteró y desarrolló esta idea en su carta apostólica Atissimi cantus, de 1966: “Dante es nuestro. Nuestro, es decir de la fe católica, porque todo inspira amor a Cristo; nuestro porque amó mucho a la Iglesia, de la que cantó sus glorias; y nuestro porque reconoció en el Romano Pontífice al Vicario de Cristo”.
Y, sin embargo, Dante no se mordió la lengua para denunciar cómo el símbolo de las llaves se transformó, en ocasiones, en emblema para escandalizar a los mismos bautizados. San Pedro se lamenta de que su tumba, es decir, el Vaticano se haya transformado en “cloaca de sangre y corrupción” (Par XXVII, 25-26). Dante sitúa a muchos papas en el infierno, especialmente a la gran ristra de los que se cuecen, cabeza abajo, en el caldero reservado para los simoníacos (Inf XIX, 42- 108). Allí se espera a Bonifacio VIII, el causante del exilio del poeta, papa corrupto y máximo representante de la doctrina medieval que aspiraba a la preeminencia de la autoridad pontificia en el ámbito temporal, algo a lo que Dante se oponía. No quedan mejor parados muchos obispos o clérigos, condenados a portar, en el infierno, sus lujosos mantos sobre capas de plomo. Todos ellos han cometido adulterio contra “la hermosa dama” (Inf XIX, 56-57) que es la Iglesia, y de hecho Beatriz, como ha interpretado von Balthasar, es una figura salvadora que representa el ánima eclesiástica.
La denuncia profética que hace Dante de los vicios de la Iglesia de su tiempo, se sustenta en su amor a la idea de una Iglesia como símbolo de paz y armonía universal. Si bien, esa paz, en el orden temporal, compete realizarla al emperador, por encima de los devastadores particularismos de las ciudades-estado italianas, y de las pretensiones imperiales de algunos papas. A lo que él aspira es a una Iglesia bella, plena de espíritu franciscano, alejada del poder temporal, en la que se integre una multitud innumerable de santos bajo la forma de una cándida rosa. Por eso, quien diga “nuestro Dante” no puede ignorar el contenido de su aspiración a la universalidad. Dante no pertenece a la Iglesia, a los poetas, a los florentinos, a los italianos o a los europeos. Quien diga nuestro Dante debe, forzosamente, compartirlo y proclamar que él es patrimonio de la humanidad.
Carlos Eymar, filósofo