
Una de las escenas más descorazonadoras de la tercera semana de guerra en Ucrania fue la que mostraba el salón de la pianista Iryna Manyukina cubierto de restos de metralla y cristales rotos. Un bombardeo en la calle donde residía –en la población de Bila Tserkva, a ochenta quilómetros al sur de Kiev– había convertido su casa en un lugar inhabitable. Antes de abandonarla, muy probablemente para siempre, se planta frente a su piano, que había salido indemne de milagro. Teléfono móvil en mano, su hija de dieciséis años inmortaliza el momento en que su madre descubre la funda protectora, se sienta en la banqueta, desempolva las teclas y se lanza a interpretar un brioso pasaje del Estudio Opus 25 nº 1 de Chopin. La escena es en efecto descorazonadora. Y cruel. Pero en el mismo instante en que las notas empiezan a sonar, la atmosfera se transforma como por arte de magia para llenar el salón de emoción y de esperanza, de vida. Es como si, por un momento, la música consiguiera borrar la rabia, el horror y la tristeza que trae consigo cualquier guerra.
La música como antídoto. Y como salvación. La misma sensación que transmite otra escena que pone los pelos de punta, esta vez de ficción. Me refiero a la que protagoniza Adrien Brody en El pianista de Polanski, cuando su personaje, hambriento y asustado, toca la Balada n° 1 en sol mayor Opus 23 de Chopin para el capitán alemán Wilm Hosenfeld, en un intento desesperado para apelar a su sensibilidad y salvar la vida. Como en casa de Iryna Manyukina, el piano ha permanecido intacto entre ruinas y se erige en el medio para acortar distancias y hablar el único lenguaje universal que entendemos todos. Porque la música tiene la capacidad de emocionar, de unir y hasta de amansar a las fieras. Da igual qué lengua hables, qué uniforme luzcas o qué causa defiendas.
La música nos pone de acuerdo y nos acompaña. Y hasta tiene la capacidad de sanar almas heridas y atormentadas. Por eso me parece adecuado reivindicarla y celebrarla ahora que una crisis, una pandemia y una guerra están poniendo a prueba nuestra resistencia y nuestros corazones. “La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía”, afirmó Ludwig Van Beethoven. ¡Que no pare nunca!
Carles Padró, periodista