Vida de provincias. «El año del descubrimiento», de Luis López Carrasco

Hace unas noches, pude disfrutar de

El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco. Pensé, inmediatamente, en la certeza del arquero; en Antonio Rebollo en aquella Barcelona del 92, volviéndose hacia Juan Antonio Epifanio, como diciéndole: «Ya la hemos hecho». Como los testimonios de uno mismo acostumbran a ser poco fiables, como dice en alguna parte Penelope Lively, opté por invitar al visionado a mi compañero más fiel: un cuaderno de tapas negras a rayas en el que se escribe bastante bien, con pulcritud. Pude entonces, relajarme y, como digo, deleitarme en el ejercicio. Porque lo justo es que a un espectáculo de la memoria le siga una escritura que transite un camino suave.

A lo largo de mi vida, quizá haya visto algo más de un centenar de películas que merezcan llamarse así, películas. Pero sí he leído infinidad de novelas, y eso fue lo que sentí a medida que las imágenes se iban sucediendo ante mis ojos: por fin había dado con la novela que tanto tiempo había estado buscando o que tanto había estado esperando. Si entendemos la búsqueda como un tipo particular de espera y si nos acogemos también a uno de los contraargumentos de venta más elegantes y, sin embargo, más discretos jamás escritos, esgrimido por el mismo E.M. Forster: «¿De qué sirven las artes si son intercambiables?».

El film —o mejor dicho— el dispositivo de memoria de López Carrasco despliega una narrativa que parte de un acontecimiento colectivo: la quema del Parlamento de Murcia, en Cartagena en 1992. El lector es capaz de percibir el chasquido de las llamas a lo largo de la lectura con total nitidez, y pierde la exactitud de ese sonido en presencia del fuego redentor. Por decirlo de algún modo, la transformación de la clase baja en clase media derramó la identidad de los ciudadanos de ambas latitudes sobre un terreno experimental que se consagró íntegramente al disfrute del capital. Una comedia humana, a la manera de Balzac, en la que la importancia de cada uno de los agentes que vertebran «el acontecimiento» es fundamental, y por ello no es baladí armarse de paciencia y escuchar lo que cada cual tiene que decir. No podemos prescindir de ciertos comentarios, por breves o extensos que estos sean, esquivar las miradas de los que hablan o pensar en la pérdida de poder o voz del pueblo desde la alarma o la utopía, ante expresiones como las que siguen: «Conoces el trabajo antes que todo lo demás» o «De aquellos barros estos lodos.»

Si bien es cierto que tomaba la mano de mi pareja cuando pasaban «cosas», si es que podemos decir que es una película en la que suceden «cosas» («No recuerdo con claridad, pero sé que son cosas que pasaron», se oye decir en un momento), me acordaba de mi padre en todo momento y en que, con toda seguridad, también a él le gustaría verla. Así pues, al día siguiente, descolgué el teléfono y le llamé. A mi padre y a mí, cuando nos agrada algo, lo hace de un modo especial; nos abandonamos a la emoción, nos empapamos con vehemencia del nuevo objeto amado y de todo aquello que le rodea para poder así evangelizar con la buena nueva. «Se llama

El año del descubrimiento, y, bueno, cuenta mucho, pero, ¿tú recuerdas lo de la quema en Murcia?», le dije, «Hombre, ahora mismo, a bote pronto, no. Pero es el 92», contestó. A todo esto —pensé— no se lo he escuchado decir jamás, pero bien podría haber salido de su boca que «el relato de los 90 era ofensivo». Quizá esto último tenga que ver con que los conflictos o los problemas no terminan, sino que se abandona, y solo tiempo después acertamos a comprender que se han convertido en otra cosa porque somos seres eminentemente narrativos. Pero olvidamos. Quizá eso sea precisamente la esencia de la narración, ejercitar el olvido a través de la práctica de la escritura. La historia es un hilo, y la opinión pública es más un estandarte estético, que un discurso político para la España de los años noventa. Esto es, la deslocalización industrial que se cuenta en la película se explica al espectador gracias a un telón de fondo muy particular: la regularización de los precios, es decir, de lo que cuestan las cosas; regularización, que no solo se aplicaría a los costes y a los distintos sectores industriales o no, sino quizá, y más preocupante, sobre la propia población, es decir, sobre su forma de ser a lo largo de la historia.

La película es o actúa como un envite para enzarzarse en la búsqueda del narrador oral que, a todas luces, se presenta como el único narrador fiable. Y este narrador no podría ser otro que el pueblo de Murcia desde el presente hablando en pasado para el futuro. Cualquier narrativa o escritura de casi cualquier dispositivo del que nos podamos servir se convierte en una búsqueda de una genealogía colectiva e identitaria que de empaque a una genealogía individual, y viceversa. Un murciano jamás sería un leonés, aunque así se pensase. ¿Qué sería entonces de la vida de provincias, qué habría de ella?

Supongo que es inevitable pensar en las cosas que uno ha leído, visto o escrito a lo largo de su vida cuando emprende un viaje sea del tipo que sea. Por eso recuerdo a la jovencísima Beatriz Navas, en

Y ahora lo importante, cuando, eufórica, pensaba en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 92 con el que abríamos este texto y se sentía muy española y mucho española, así como en la propia Carmen Martín Gaite y la dedicatoria que concede al lector en sus Usos amorosos de la postguerra española, cuando le dice a su hija y a sus amistades que escribe dicho libro para que los hijos entiendan mejor a sus madres, si no recuerdo mal. El silencio que media entre las distintas generaciones resulta largo, aburrido quizá. Pero no lo es. Es un descubrimiento.

Me viene ahora a los ojos la escena en la que habla una mujer, rubia, no muy mayor, que se marchó para trabajar en el norte de España en la que dice que su padre murió de un ataque al corazón y que, al preguntarle al médico por lo súbito de ese hecho, este tan solo acertó a apuntar que el corazón aún se dolía, que el corazón aún recordaba lo que había vivido en la guerra. ¿Pero qué guerra?

Ya la has hecho, Luis.

Andrea Toribio, hispanista y escritora

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