
“No leo porque no tengo tiempo”, dicen algunos. “A mí no me gusta leer”, contestan otros. ¡Alerta, señoras y señores, alerta! El hábito de lectura está en decadencia, sobre todo en las generaciones más jóvenes. O eso tendemos a pensar, pero, ciertamente, es mentira. De hecho, en edades tempranas se mantiene un gran interés por la lectura.
Según el informe de Hábitos de lectura y compra de libros en España 2020, realizado por la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE), el porcentaje de niños lectores de entre 6 y 9 años ha crecido dos puntos (del 86,8% en 2019 al 88,8% en 2020). A partir de los 10 años, la lectura sigue ocupando un papel protagonista.
Sin embargo, el interés se pierde a medida que crecen. A partir de los 15 años, el hábito cae al 50,3%. Y entonces, a los 18 años, la esperanza renace y vuelven a sus estanterías con un criterio lector renovado. Pero, ¿por qué leer? ¿Por qué la lectura no entiende de edades?
Hay un libro para cada persona. La muerte de la lectura es mera distopía. Ni Ray Bradbury con su delírica historia de libros prohibidos y sociedades deconstruidas, Fahrenheit 451, atrapaba esa idea de perder la lectura. Pero no desaparece, se empodera. Incluso, es romántico creer que perdurará para siempre.
Sin embargo, sí lo hará. Leemos porque importa. Emancipa y trasciende ideas. Teje y forma recuerdos. Leemos por necesidad de conocer. Leemos porque, señoras y señores, nos libera. “La persona con un libro es libre. Al menos, tan libre como ella misma sea capaz de serlo”, imaginaba la Premio Nobel de Literatura Wislawa Szymborska. “Soy una persona anticuada que cree que leer libros es el pasatiempo más glorioso que la humanidad ha creado”, sostiene la poeta.
“Leemos y escribimos para poder dormir —el autor Isaac Sánchez es mucho más tajante—, porque tenemos cosas que sacar. Porque si no, se enquistan”. La lectura remueve tal y como lo hacen las emociones fuertes. Se imaginan situaciones y se recrean luchas internas. La lectura revela referentes. Leemos para vernos reflejados y sentirnos cercanos a algo.
Incluso, a alguien.
—¿Por qué escribiste “Comiendo con miedo”? —le pregunté a Elisabeth Karin.
—Con mi historia podía mostrarle el camino a una de esas 400.000 personas que sufren una enfermedad de la conducta alimentaria —confesó la autora.
—Ilustras la anorexia como una sombra de ti misma. ¿Se puede acabar con ese monstruo?
—Sí, se le puede vencer. Es una enfermedad invisible, pero puedes luchar contra ella. Yo no tuve a nadie que me dijera cómo hacerlo —lamenta Karin—. Espero que quien lea mi historia encuentre su manera de vencerla. —concluye.
Leemos porque escriben sobre nosotros mismos. Porque dentro de nuestra diferencia, compartimos experiencias. Y sí, las compartimos. Las vivimos. Leo porque quiero llorar sin remordimientos. Y pienso. Y vuelvo a leer. Sin razón. Porque escapar de la realidad es fácil. Pero sentir una es algo muy distinto. Leer. De otra estaríamos perdidos.
Siempre de la misma manera:
—¿Y tú por qué lees? —pregunté.
—¿Y por qué no? —me respondí.
Iker Mons
Fotografía de Kamil Porembiński bajo licencia Creative Commons