A propósito de Agnès Varda

Desde el pasado 18 de julio, se exhibe en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) una exposición sobre Agnès Varda, que nos dejó en marzo de 2019. La directora belga de origen griego por parte de padre y francés por parte de madre, esposa de Jacques Demy, en sus orígenes estuvo más identificada con el movimiento llamado Rive gauche —Alain Resnais, Chris Marker y la revista Positif— que con la Nouvelle vague. La muestra ofrece una visión multidisciplinar de la mujer que empezó siendo fotógrafa, continuó como realizadora de cine y en sus últimos años se presentó como creadora de instalaciones artísticas y activista social.

Estudió fotografía en la École de Vaugirard e Historia del Arte en la École du Louvre y se consagró como profesional independiente a principios de los 50, precisamente en un taller-vivienda de la Rue Daguerre, de París. Jean Vilar la contrató para el Festival de Avignon y a continuación para los escenarios del Théâtre National Populaire. Sus fotos muestran más que demuestran, nunca hacen ostentación técnica, sino que captan el instante en que se produce un relámpago de vida o la expresión definitoria de una persona, siempre al servicio del contenido.

En 1955, por medio de su productora cooperativa Tamaris, rueda el primer largometraje La Pointe Courte, en un estilo entre documental y ficción romántica, cuatro años antes del primer Truffaut y cinco del primer Godard. La Pointe Courte es uno de los barrios marineros de Sète, lugar en el que ella y la familia se refugiaron de la ocupación de los nazis, en una barca amarrada al puerto de la patria y sepultura de Georges Brassens.

En 1962, se da a conocer popularmente y se acerca a los postulados de la Nouvelle vague con Cléo de 5 a 7, dos horas de la vida de una cantante, que espera, angustiada por malos presagios, los resultados de unos análisis médicos. A través de una puesta en escena brillante, el film dice muchas más cosas de las que parece acerca del vacío existencial, la faramalla del mundo de la música, la mentira cotidiana e incluso la guerra de Argelia, todo ello servido por una bellísima y adecuada Corinne Marchand.

La felicidad (1965), ganadora del Oso de Plata en Berlín, es una película sorprendente, que yo diría luego se emparentaría con las primeras cintas de Chantal Akerman. Una pareja perfecta en un ambiente idílico —el paisaje homenajea el impresionismo de Manet—, da paso a un desenlace demoledor, en el que la insensibilidad egoísta se cobra una víctima y continúa indiferente al daño, en un nuevo paraíso a medida.

Una canta, la otra no (1977) sigue la trayectoria en los años 60 y 70 de dos amigas, una cantante y la otra trabajadora social, en los momentos de consolidación del movimiento feminista. Sus experiencias con sus parejas y con sus hijos trazan un cuadro de las dificultades de las mujeres por autoafirmarse.

Sin techo ni ley (1985) obtuvo el León de Oro en el Festival de Venecia. Impresionante historia de los últimos meses de una joven vagabunda, narrada en flash-back, a partir del momento en que la hallan muerta de frío en una cuneta de la carretera. El precio a pagar por la libertad, el desarraigo y la renuncia a un cierto espacio de seguridad por parte de una muchacha que ha abandonado el trabajo en París. La propia Varda se fugó de su casa a los 19 años en tren hasta Marsella y en barco hacia Córcega, donde vivió ayudando a los pescadores.

Los espigadores y la espigadora (2000) es un documental rodado con cámara digital, en el que la mirada de Varda se llena de comprensión y solidaridad con la gente que vive del aprovechamiento de los frutos del campo que han dejado los dueños después de la recolección. No puedo evitar sentir ecos de la bíblica Historia de Ruth, en este viaje a través de la Francia rural, con tanta sencillez de expresión como voluntad testimonial.

 

Por Manuel Quinto

 

Imagen destacada: Retrato de Agnès Varda en el rodaje de Oncle Yanco (1967). CCCB

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