Alexitimia, paramnesia y soledad

Francine se encontró con la mítica sotería, es decir, la salud, el bienestar y la felicidad, en la frondosidad de un bosque. En una simplicísima vivienda, en un pueblo en el que no reside nadie desde finales de los años sesenta del siglo pasado, junto a un riachuelo, al pie de donde moran los lobos, cerca de la vereda por la que transitan los osos, la joven francesa, que llegó aquejada de dificultades respiratorias, se recuperó plenamente de sus dolencias gracias al aire puro, al agua límpida y a la soledad, que es, para la sociable y conversadora Francine, su gran aliada y amiga. Está sola. Y es feliz.

Es el único adolescente que queda en uno de esos pueblos en los que disminuye con rapidez el número de habitantes. Se llama Adrián. Se hizo famoso porque, en un programa de televisión, manifestó con su habitual modo de expresarse el deseo de que no hubiese en el pueblo más chicos de su misma edad. Vive con su familia y pasa el día entretenido en mil ocupaciones, pero quiere permanecer, generacionalmente, en el pueblo, solo. Y es feliz.

100 días de soledad es el título de una película-documental en la que Jose figura como único protagonista humano. Al igual que a Henry David Thoreau junto al lago Walden, al amante español de la naturaleza le gusta pasar todo el tiempo que las circunstancias familiares y profesionales se lo permiten en una cabaña del monte. Vivió aislado durante tres meses en un parque nacional de extraordinaria belleza. Quería saber cómo se ve el mundo desde un espacio silencioso, habitado únicamente por los sonidos del bosque. Estaba solo. Y era feliz.

En una parroquia rural, las tardes de Luisa transcurren en la iglesia. No la espera nadie en casa porque han fallecido todos sus seres queridos próximos. En el templo reza, limpia, ventila y ama. A Cristo, que está en el sagrario; a la Virgen, a la que le dedica diariamente el rosario; a los santos de los altares, que son, en realidad, los mejores vecinos del pueblo. Todos los días sigue la misma pauta: finalizada la frugal comida, recoge las cosas que hay sobre la mesa, lava la loza, pasa la escoba y la fregona por el suelo de la cocina y a continuación va, con puntualidad kantiana, a la iglesia. Y en ella está horas y horas en silencio. Sola. Y es feliz.

El que no parece que sea feliz es el cura, quien no deja de quejarse de la dispersión en la que se desparraman los sucesivos instantes de cada una de sus jornadas, de que son poquísimos los lugareños que por propia iniciativa acuden a Misa y de que ninguno de los altos cargos de la curia diocesana haya ido a visitarlo desde su designación para aquellas parroquias. Reside en la villa, no muy grande, pero tampoco pequeña, que hace de cabeza respecto a las aldeas circundantes; sin embargo, dice que se siente solo, aunque se pase la vida en reuniones y rodeado de gente, de todas las edades, de la mañana a la noche.

No está solo, pero se siente solo. ¿Y cómo es posible que, ante la excelencia de su vocación, de la belleza de la liturgia, de los edificios y de los objetos sagrados, de la oración reconfortante, de la heroicidad de su vida entregada a hacer el bien, de la visión sobrenatural de la realidad, del vínculo de amor que lo une a esa gran familia que es la Iglesia, se sienta solo, decepcionado, desmotivado, fracasado? Pues porque la creciente indiferencia hacia su persona por parte de quienes lo rodean, lo hiere en lo más íntimo de su ser. También él la ejerce, y no poco, para con su feligresía, según la observación que alguien se atrevió a hacerle en más de una ocasión, pero eso no es capaz de apreciarlo en la amplitud de sus dimensiones y de su gravedad.

¿En dónde se halla el origen de la indiferencia, el desinterés, la desafección hacia el otro, no sólo en el caso del cura, sino en el de la cuasi totalidad de la humanidad occidental hoy? En la fría alexitimia que impera en un mundo que es, a la par, hipertróficamente emocional, ultrasensible y extremadamente sentimental. Y, cuando acontece el choque de esos dos polos, el golpe suele ser tan fuerte y violento, y de efectos tan devastadores como el de las placas tectónicas, y el de la soledad es tal vez, de todos, el más lesivo para el espíritu humano.

Y luego está la paramnesia. In crescendo. El olvido se va tragando rostros, sueños, experiencias, tradiciones, historias, vínculos, modales, principios. Todo. Hay animales que dejan de reconocer como hijos, al cabo de unas semanas, tras haberlos criado y protegido con la fuerza arrolladora del instinto, a sus cachorros. Se desentienden de ellos. A ese nivel han descendido inmensas extensiones de la humanidad hodierna, que ni siquiera en tiempos remotos dejó desatendidos a los congéneres, especialmente a los más débiles, como han desvelado los hallazgos paleoantropológicos en las dolinas de Atapuerca. Hoy, en cambio, los nuestros se sienten, están, solos.

Se dice que nos han conducido a esta situación la tecnología, la prisa, la globalización, el progreso, la escuela, la política, el estoicismo, el hedonismo, el epicureísmo, el bienestar o una nous malvada que trata de controlar y manipular la grey humana. Puede ser. Sin embargo, con todo, no me ofrecen una explicación cumplida que me saque de la perplejidad en la que me hunde el presenciar, como me ha sucedido, hechos como éste: el de que unos hijos no asistan al entierro de su propia y buena madre. Sola de los suyos en el momento de la inhumación. La suma soledad. Y me pregunto, sin hallar respuesta: ¿qué es lo que ha podido provocar tal desarraigo en la composición sensible, afectiva y emocional de una persona, de las personas, para ser y actuar así?

 

Jorge Juan Fernández Sangrador, ganador del 48º Premio El Ciervo – Enrique Ferrán de artículos periodísticos

 

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