
Últimamente, Álvaro Pombo (Santander, 1939), confinado y amarrado a una silla de ruedas, anda muy exigido redactando un libro de relatos autobiográficos que quiere sacar antes de la próxima Feria del Libro. A eso hay que añadir su colaboración semanal en el Diario Montañés y la preparación de su discurso en la entrega del premio Cervantes 2024. A pesar de ello, en cuanto le anuncio que, por encargo de El Ciervo, quiero hacerle una entrevista, todo son facilidades. Pombo es amigo de El Ciervo desde hace muchos años. Me comenta que conoció a Lorenzo y Roser, junto con sus hijas que eran unas niñas, allá por los años setenta en unas navidades en casa del poeta Luis Felipe Vivanco. Entonces, le propusieron colaborar con la revista y él, que se encontraba en Inglaterra, comenzó a escribir en una sección titulada “Desde Londres”.
También yo, gracias a El Ciervo, conozco a Pombo hace ya más de veinte años por lo que no puedo evitar que en el transcurso de la entrevista Álvaro me responda con alguna repregunta de carácter personal. Acudo a su casa con El Ciervo de enero-febrero de 2025 en el que aparece mi artículo “Álvaro Pombo y la santidad”. Mientras él le echa una rápida ojeada, me invita a tomar asiento en un sofá junto a su escritorio. A mi lado, está tumbado Michi, su gato rubio que parece escuchar lo que hablamos.
— Aquí has contado casi todo. Es un artículo muy bonito que te agradezco. Es muy buen tema, es un temazo. Me refiero a que es un buen tema el de la santidad, no el de Álvaro Pombo. La santidad significa ser un buen tío o una buena tía. Es muy fácil decirlo, lo complicado es hacerlo, día a día.
[Pombo sigue leyendo el artículo de El Ciervo y parece detenerse en la frase donde escribo que él es agnóstico con respecto a la resurrección]
— Es que esto de la resurrección es muy difícil, chato. No podía con ello Unamuno y yo menos, que no soy unamuniano: “Aunque estemos en polvo convertidos/ Señor en ti nuestra esperanza fía/ Que tornaremos a vivir vestidos/ con la carne y la piel que nos cubría”. Esta es una inscripción que estaba en un panelado del cementerio de Bilbao y que está citada en Pedrito Andía, un libro de Sánchez Mazas. Unamuno se paseaba teatralmente por el cementerio diciendo: “Así es Señor, así es”.
¿Es eso lo que va a pasar?, ¿vamos a ir al cielo con gafas tú y yo? Pero, vamos a ver ¿qué es lo que es ir al cielo?, ¿qué es la resurrección de la carne? Es muy complicado imaginarlo. ¿Cómo es que Álvaro Pombo y Carlos Eymar, que han estado comiendo por las tascas de San Bernardo y llevándose bien, van a ir al cielo o al infierno con cuatro prótesis?
—Es un misterio: ni ojo vio ni oído oyó.
—Es un puñetero misterio.
—No sé si conoces a Byung Chul-Han.
—Ni idea.
—Pues está bastante de moda.
—El que no está de moda soy yo.
—En su último librito titulado El espíritu de la esperanza, parece abrirse a la idea de la resurrección, aunque no sea de una manera expresa. Él dice que la esperanza espera más allá de la muerte. La esperanza tiene que esperar lo inesperado, un nuevo nacimiento.
—Ya lo decía Heidegger: Si no esperas lo inesperado, no lo reconocerás cuando llegue. Lo inesperado a nuestras edades, aunque tú tengas doce años menos que yo, es la permanencia en el ser de algún modo. Y también la esperanza de vivir con tus nietas, con tu familia, hasta el final, la esperanza de estar tranquilo, de escribir un artículo y leer o participar en algún campeonato de natación. ¿Tienes alguno a la vista?
—Sí, en febrero, en Oviedo, fueron los campeonatos de España de natación máster. Ahí se puede asistir a un espectáculo con cierto aire escatológico, con tantos cuerpos juntos y semidesnudos, que parecen un cuadro de El Bosco.
—Los nadadores y nadadoras suelen tener cuerpos muy hermosos.
—Sí, pero en la natación máster ves también mucha tripa, mucha calva y carnes flácidas y ajadas.
—A mí, si me vieras en pelota picada, me dirías: Pero… ¡bueno!, ¡hasta dónde has llegado!
—La cuestión que te tendrías que plantear es la de si las prótesis te acompañarán en la otra vida.
—Las cuatro prótesis que me han puesto y que me han enseñado son un artefacto maravilloso. Son un trasto en forma de cadera o rodilla, que te meten en el hueso con un martillo y, aunque te ponen anestesia local y un velito por delante para que no veas la carnicería, yo lo veo porque no me duermo ni con anestesia local ni universal. Es un prodigio médico que nos salva de morirnos de asco a los setenta. Vivimos noventa, o los que sean, gracias a estas historias. Si no, yo estaría tumbado en esa cama, cojo y sin movilidad. Aunque temporalmente yo no la tenga, volveré a andar otra vez: ¡Levántate y anda! Pues eso haré.
—¿Tienen que ver las prótesis con el sentimiento de fragilidad y con la figura del Licenciado Vidriera a la que te has referido últimamente?
—Pues sí, te sientes un poco el Licenciado Vidriera y eso me inspira el discurso que voy a dar con motivo del Premio Cervantes. ¿Por qué inventó eso Cervantes sin darse cuenta? Él quería decir que el vidrio si te das un trompazo se rompe como yo lo haría ahora, y realiza una fenomenología de la fragilidad en pleno siglo XVI. Cervantes es el menos exitoso de nuestros escritores y le dieron bofetones por todas partes. Nadie, ni el san Duque de Lerma, le creyó una palabra. Era simplemente alguien que andaba por ahí escribiendo.
—Esa fragilidad en Cervantes crea distancia. Nadie se puede acercar al Licenciado Vidriera por miedo a romperle. Por su parte, él tampoco quiere ser abrazado por miedo a que le rompan.
—La fragilidad la habría reducido, aunque no evitado, teniendo, como tú, nietos, casándose con una mujer buena que ha trabajado durante toda su vida y que sabe lo que es el mundo.
—Sin embargo, por otra parte, el amor, el apego, es una fuente de fragilidad, de vulnerabilidad. En este sentido tú has dicho que el amor “es una emoción pringosa”.
—Es pringosa porque es autorreferente. Para que fuera no pringoso tendría que ser un amor de esos que Rilke describe: un amor abierto y sin esperanza y, a la vez, sin cerrazón. Tendría que ser un amor religioso. Queremos un amor con toque de retorno, un do ut des. Pero, a veces, no nos damos cuenta de lo que nos dan. El amor es pringoso porque es una gran pasión que nos desconcierta. Preferimos tener pequeñas pasiones, pequeñas manías como comer tranquilos unas patatas guisadas.
—Yo todavía creo en el amor romántico, un amor que, como en Kierkegaard, se aferra unilateralmente a una idea sin la cual no puede perdurar.
—Yo lo creo también, lo que pasa es que en esos casos yo prefiero la palabra filia, o incluso caridad, por usar una palabra podrida, según dicen.
—Pero ese amor agápico no es lo mismo que el amor erótico.
—El amor erótico quiere una satisfacción y eso es de menor calidad. Por ejemplo, a los escritores el deseo de éxito nos convierte en escritores de menor calidad y en el amor sucede lo mismo. Un amor regido únicamente por el deseo es de menor calidad ética. Si tenemos un breve éxito literario, acabamos creyéndonos cualquier tontada, como que somos el ombligo del mundo o el más guapo del campamento. Y no somos el ombligo del mundo.
—Una vez, en una entrevista dijiste: lo único en que he fracasado ha sido en el amor.
—Lo sigo diciendo, pero con alguna variación. Yo sí he querido a la gente, lo que pasa es que he esperado la respuesta y eso es complicado. Es una cuestión de merecimiento. ¿Merezco ser amado? Yo quiero a la gente, quiero a mi gato. Siento afecto por la gente que he conocido. ¿He respondido bien yo o he sido un personaje huidizo con miedo a ser abrazado? Esa es la pregunta.
—En tus novelas es un tema constante el fracaso del amor.
—Esa experiencia en mi caso es muy intensa: el fracaso del amor sexual. Quam bonum et quam iucundus est habitare fratres in unum. Pero claro, habitare fratres in unum no consiste en hacerse pajas en las celdas. Consiste en estar en el convento, cuidar la patata y la judía verde, rezar y atender a las visitas. No sé si mucho más.
—En el Licenciado Vidriera la locura penetra en él por comer el membrillo toledano hechizado que le ofrece una mujer, para seducirlo.
—Hay un punto de misoginia propio de la época: las mujeres son malas. Pero eso no lo veo yo hoy en día. Hemos superado la misoginia del siglo XVI, hemos aflojado la rigidez de los sexos. Hoy pensamos que mujeres y hombres somos muy parecidos, aunque muy distintos y que formamos, o formáis, uniones serias que duran toda la vida. El asunto es toda la vida.
—En El metro de platino iridiado, subrayas mucho la importancia de la fidelidad.
—La fidelidad no consiste en que ella haga nada, sino en que no cambia. María vive una vida de fracaso. Su marido, a quien quiere, no la entiende, es un escritor, un pedante.
—En El exclaustrado tampoco funciona la relación hombre-mujer.
—No funciona. El exclaustrado comete el error terrible de creer que fuera del convento va a escribir mejor sobre Dios. Es un teólogo, un hombre que durante toda su vida ha estudiado textos medievales sobre la imagen y semejanza y que incluso ha escrito libros. Siente que el convento es una rutina agobiante: se levanta a las cinco para rezar maitines, trabajar en el jardín, en el huerto y decir las misas, confesar y predicar y esta es la complicación. Los curas predican confusamente, leen los textos y los comentan un poco, pero lo que no me gusta es que inventen, son cursis. Hay mucho cursi en ese mundo.
—El estilo eclesiástico muchas veces choca con la estética.
—La estética puede ser de dudoso gusto, aunque la intención teológica y moral sean irreprochables. Se puede ser cursi y, a la vez, un alma santa. Eso es compatible, pero a mí me parece una tremenda contradicción. Tener que soportar un sermón chorra que me aburre lo he sufrido desde mi niñez. En Ampudia de Campos, cuando llegaba la hora de la prédica en la Virgen de agosto, los hombres se salían al atrio de la colegiata a echar un pitillo, mientras los niños nos arrodillábamos en el puto suelo porque no teníamos un reclinatorio de paja como los padres. Lo volví a experimentar en la catedral de Valladolid, donde me tuve que arrodillar en la puta piedra herreriana.
—Pero tu personaje, Juan Cabrera, no es cursi.
—No, pero tampoco es trigo limpio. Puedes estar leyendo lo más excelso y, al mismo tiempo, estar resentido porque no te publican un artículo. Y no puedes estar resentido, tienes que alegrarte: Laus Deo. Pero ¡claro!, estás jodido. Me parece que el cristianismo nos ha hecho conscientes de la dualidad que tenemos en esto.
—Ser trigo limpio, no ser cursi, no estar resentido… son duras exigencias.
—Puedes ser un huevón trigo sucio como Trump, un burro al que se le ve venir, insensible a la fragilidad, pero al que ha votado una inmensa mayoría de americanos. Acaba de expulsar a cientos de colombianos, como colombiana es Aurelia que me ha asistido durante casi treinta años y que ahora, con sesenta, está en el hospital con las vértebras rotas: fragilidad.
—Hay curas sensibles a la fragilidad.
—Un caso para mí muy chocante fue el de un jesuita que me confesó y que nos daba ejercicios espirituales: José Luis Martín Vigil. Lo conocí en Valladolid, cuando acababa de publicar La vida sale al encuentro, junto con José María Cajigal que es a quien yo admiraba. Excepto a mí, Martín Vigil fascinó a todo el grupo porque era muy simpático. Nos dio unos ejercicios espirituales que comenzaron siendo ignacianos y terminaron siendo una juerga divertidísima. Acabó pintándose el pelo y siendo un célebre pederasta madrileño. Y finalmente murió en 2011, lo he sabido hace poco, tras haber recibido los santos sacramentos y la bendición apostólica por parte de un jesuita que le conocía y le ayudó a bien morir. ¿Qué pasa con esas bendiciones al final de la vida? No las mereces ya.
—Veo difícil negar la bendición a un moribundo, allá él y su conciencia. Ahora mismo, con motivo del centenario del nacimiento de Ernesto Cardenal se ha recordado cómo fue suspendido a divinis por Juan Pablo II y rehabilitado por Francisco, poco antes de su muerte. Murió con alegría, concelebrando con el nuncio una misa íntima en la habitación del hospital.
[Llaman a la puerta y recibe un paquete de la Real Academia]
—Esto es la Academia que me va a suspender a divinis por haberme escaqueado los jueves y me dicen: queremos tu asiento para otro más digno que tú.
—El arrodillarte de niño en el suelo, el caso de Martín Vigil, la posición de la Iglesia con respecto a la homosexualidad… ¿Guardas resentimiento con respecto a la Iglesia?
—No. El problema es que nadie merecemos el perdón. La Iglesia sí merece el perdón, pero yo no merezco el perdón porque no tengo méritos suficientes. He vivido una vida digamos honrada, eso sí, pero no he hecho gran cosa, quitando la época de UPyD, en que quise ser militante. Pero la política no da de sí. Porque si la literatura nos vuelve vanidosos y creídos, la política, sobre todo si asciendes un poco, ¡te vuelve de un gilipollas…!
—No das la impresión de tenértelo creído y te veo fuerte mentalmente.
—No sé si mentalmente, pero, sobre todo, ahora, tengo que someterme a ejercitaciones de la pierna. Tengo que rehabilitarme y subir así la pierna, lo que pasa es que duele y acabas hasta las puñeteras narices. Me han dado la medalla de Valdecilla, y les he pedido derecho a cama con gotero, ¡qué menos!
—¿Te gustaría morir en Santander?
—No, allí tengo muchos amigos, pero me gustaría morir aquí, en casa, acompañado, y que la muerte me dijera lo que al padre de Jorge Manrique: “Buen caballero/ dexad el mundo engañoso/ y su halago/ vuestro corazón de azero/ muestre su esfuerzo famoso/ en este trago”.
El horizonte de la fragilidad queda formulado en esa evocación de la entereza ante la muerte, como el Licenciado Vidriera que dejó “fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado”.