El arte contemporáneo de estas décadas y los museos

El arte contemporáneo de estas décadas y los museos.

Artículo publicado en el n.º783 (Sep-Oct 2020)

Analizar la evolución de los museos y centros de arte en España en los últimos setenta años es ciertamente complejo porque se suceden episodios de desinterés y emergencia crítica y otros de atención y emergencia celebratoria que unas veces sitúan al arte y sus instituciones en el centro de las políticas culturales y otras los relegan a los márgenes. Dada la limitada extensión de este texto, muchos matices habrán de ser soslayados y quedarán invisibles; pero el obligado esquematismo puede tener el efecto positivo de hacer evidentes los grandes trazos, sobre todo aquellos derivados de las carencias estructurales que son paralelas a las carencias democráticas de las administraciones públicas que tanto mantienen disfunciones del pasado como suman otras del presente.

Todo relato sobre el presente en España parte de un mismo lugar en el pasado reciente. Para el caso que nos ocupa, las experiencias educativas y culturales de la Segunda República, muchas de ellas con un fuerte carácter renovador y en sintonía con las vanguardias modernas, fueron erradicadas tras la Guerra Civil y muchos de sus protagonistas, entre ellos artistas señalados como Maruja Mallo, Remedios Varo, Pablo Picasso o Joan Miró se vieron obligados a vivir en el exilio. Tras la guerra, la Dictadura franquista mostró rechazo y/o desinterés por la cultura actual en sus diferentes manifestaciones, incluidos los museos de arte contemporáneo. Así, en el Estado español se abrió una brecha considerable en relación con lo contemporáneo que nos distanció de los países de nuestro entorno a todos los niveles.

A finales de los años cincuenta, la Dictadura cambió de la mano de los tecnócratas del Opus Dei que propiciaron una apertura ante el aislamiento y un desarrollo económico ante la pobreza y la autarquía del primer franquismo. En ese escenario se produjo un cambio calificado como “segundo franquismo” o “franquismo desarrollista” que se acompañó de una renovación cultural desde dentro del Régimen con la fundación del Instituto de Cultura Hispánica (1945) y con la organización de las Bienales Hispanoamericanas de Arte (1951, 1953 y 1955), eventos que significaron un epidérmico giro oficial hacia la modernidad internacional siguiendo el modelo y el ejemplo estadounidense basado en la abstracción expresiva como alternativa al realismo de los países socialistas.

La renovación estética, meramente superficial, sintonizaba con la obra de creadores del llamado “exilio interior”, algunos con buenas relaciones con el régimen franquista. Ejemplo de esta modernización es el trabajo desarrollado en los años cincuenta por José Luis Fernández del Amo (conocido por su trabajo en el Instituto Nacional de Colonización) en la llamada Sala Negra del edificio de la Biblioteca Nacional que acogía el MEAC, Museo Español de Arte contemporáneo, que contaría con sede propia en 1975.

El MEAC, punto de encuentro de los artistas y movimientos de vanguardia de la época, fue una excepción en el abúlico panorama cultural español sólo animado por las actividades de los institutos francés, italiano y alemán y por algunas experiencias temporales, pero que demostraron una gran trascendencia. De forma paralela a la lucha antifranquista afloraron iniciativas como la dinamización musical propiciada en Barcelona en los años cincuenta por el Club 49 creado en 1949, el Laboratorio das formas ideado en 1963 por creadores gallegos emigrados en Argentina y luego implantado por Sargadelos en Galicia, las actividades del grupo Zaj iniciadas en 1964, el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid en 1966, los Encuentros de Pamplona en 1972 o la dinamización cultural promovida en Cataluña por el Grup de Treball desde 1973, entre otros muchos en todo el territorio.

La falta de compromiso de las instituciones públicas con el arte actual fue suplido por iniciativas filantrópicas privadas llevadas a cabo por empresarios afectos al franquismo como La Fundación Juan March, fundada en 1955 concediendo becas y con sede para exposiciones desde 1975 en Madrid, o la Fundación Barrié de la Maza fundada en A Coruña en 1966. Al igual que ocurrió con otras facetas sociales o artísticas que cubrieron las lagunas de la Dictadura desde las parroquias o las asociaciones vecinales y/o culturales, ante la falta de iniciativas públicas relacionadas con el arte contemporáneo la constitución de museos y centros de arte se debió, a menudo desde la periferia, al impulso de artistas dando lugar, por ejemplo, al Museo de Arte Abstracto de Cuenca (1966), al Museo Carlos Maside en Sada (1970), a la Fundació Gala-Salvador Dalí en Figueras (1974), al Museo Vostell en Malpartida de Cáceres (1976) o a las actividades de dinamización realizadas por César Manrique en los años setenta en su casa, ahora convertida en Fundación, en Lanzarote.

El impulso cultural se produjo claramente desde la independencia y los márgenes del sistema. De hecho, además del MEAC, la única institución pública que trabajaba con el arte contemporáneo en los años sesenta y setenta fue la Sala Amadís, un espacio cultural dependiente del Servicio de Actividades Culturales dirigido primero por Carlos Areán y, después, por Juan Antonio Aguirre hasta mediados de la década de los setenta. El cambio de década no solo supuso un cambio de dirección en esta sala, sino también la emergencia de nuevos parámetros y agentes culturales.

Con la transición a la democracia en 1975 y la llegada al gobierno del PSOE en 1982 tras unas elecciones en las que su lema fue “la hora del cambio”, España entra en una dinámica que pretende paliar la laguna dejada por la Dictadura tanto en la economía, la política o la sociología como, también, en la cultura. Los años ochenta supusieron para España una modernización y un cambio positivo y a la vez negativo. Participar de la construcción de CEE provocó una dependencia de Europa, pero a la vez propició la llegada de una serie de ayudas que permitieron la tan celebrada emergencia de museos en todo el territorio. Entrar en la OTAN introdujo a España en un escenario de globalización de efectos negativos pero que a la vez propició la circulación de propuestas artísticas. Con ambos fenómenos, por ejemplo, España se concentró en formar parte de un mundo del que estaba excluida, sintonizar con los países de nuestro entorno y salvar la profunda brecha dejada por Franco.

Fruto de esa política de convergencia económica y cultural con Occidente, España, de forma paralela a la construcción del estado autonómico actual que sustituye al centralismo de la Dictadura, puso en marcha durante dos décadas una serie de infraestructuras culturales, entre ellas muchos museos, por todo el territorio que mostraron artistas y tendencias que no habíamos tenido oportunidad de conocer de primera mano. Esa iniciativa de la administración pública sustituye a la privada de los años setenta con la voluntad de asentar infraestructuras entendidas como servicios públicos garantes de los derechos culturales de la ciudadanía expresados en el artículo 44 de la Constitución, pero también a menudo excesivamente normativizadas y controladas por el poder político.

Se trató de una homologación estructural que afectó incluso a las producciones artísticas y a su valoración. De hecho, prácticas a veces tan diferentes como las experimentales o las vernaculares parecen desaparecer mientras que la “cultura oficial” impulsó la visibilidad de amnésicas y/o festivas producciones figurativas, neoexpresionistas o posmodernas. En un intento de homologarnos y de ser internacionales y cosmopolitas, el arte español se empeñó en hacer y en mostrar aquello que se suponía iba a permitirnos ser “aceptados” en el ansiado panorama internacional. Una aceptación que se traduciría en una subordinación cultural y un complejo de inferioridad que explican mucha de la política cultural de la época, tan deudora de las directrices del mercado y de los paradigmas del capitalismo postindustrial y neoliberal.

ESTAMOS EN EUROPA

Al calor de las ayudas europeas y de una coyuntura económica favorable, que se expresó también en iniciativas celebratorias como la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona del 92, se abrieron una serie de museos que se caracterizaron por cubrir la laguna de conocimiento directo de artistas y producciones internacionales siguiendo los estándares del mercado cuya máxima expresión fue la primera edición de ARCO en 1982. Al igual que la feria, algunas de las instituciones que se inauguraron en ese periodo se caracterizaron por participar de una tendencia a la espectacularidad y al ocio cultural, que asimila la experiencia cultural al consumo, contraria a la función eminentemente educativa y de construcción de públicos críticos que es tarea de todo museo.

Durante los años ochenta emergieron celebrativamente el Centro de Arte Reina Sofía en Madrid (1986), que adquiere categoría de Museo en 1990, o el IVAM de Valencia y el CAAM de las Palmas de Gran Canaria (ambos en 1989). En los noventa abren sus puertas las Fundaciones Antoni Tàpies en Barcelona (1991), César Manrique en Lanzarote y Pilar i Joan Miró en Palma de Mallorca (ambas en 1992), el CGAC en Santiago de Compostela (1993), el MEIAC en Badajoz y el MACBA de Barcelona (1995), el CAAC en Sevilla (1998) o el EACC en Castellón (1999), entre otros muchos.

Esta hornada entusiasta de museos públicos muestra que el museo no sólo conserva o exhibe el acervo artístico, centrándose en esta fase en la programación de exposiciones temporales, sino que se entiende también como espacio de producción. De ahí el debate entre museos y centros de arte que hace que algunas instituciones empleen ambas denominaciones (por ejemplo el MNCARS) y otras tengan denominaciones contradictorias (por ejemplo, el CGAC de Santiago tiene colección aun denominándose “centro” mientras el MARCO de Vigo no la tiene aunque en sus siglas figura la palabra “museo”). Más allá de sus denominaciones, todas estas instituciones, aun teniendo colección, han centrado su actividad en la producción de muestras temporales tanto de ámbito nacional como internacional, entendiendo que para atender a la complejidad y dinamismo del arte contemporáneo es necesario recurrir a exposiciones temporales porque las colecciones nunca pueden dar cuenta de todos los matices de una producción artística que se expande e hibrida exponencialmente.

Es obvio decir que todos los museos de arte actual de estas dos décadas fueron construidos porque, a diferencia de otros países, España carecía de ellos. Cada uno a su manera consiguió acercar el arte al territorio rompiendo el centralismo; pero, por desgracia, la mayoría fueron levantados confundiendo museo con edificio, sin estudio previo, sin independencia, con mucha debilidad institucional (que les hacía dependientes de los vaivenes partidistas) y con escasa definición misional (que en cierto momento les hacía parecer clónicos). Además, esa política de infraestructuras culturales se centró en la exhibición, a menudo pensada desde una espectacularidad turístico-consumista concebida desde el parámetro de las industrias culturales, como el caso del Guggenheim en Bilbao inaugurado en 1997, dejando de lado los espacios de producción, residencia e investigación (como Arteleku o Hangar) o con mayor diferenciación programática como La Fundación NMAC de Cádiz (2001) o el CDAN de Huesca (2006).

Casi todas estas instituciones tuvieron momentos puntuales de gran actividad y trascendencia, a menudo coincidiendo con direcciones concretas y/o con coyunturas económicas y políticas favorables, que imprimieron euforia a la comunidad artística. Pero también todos acabaron por perder fogosidad, en general debido a intromisiones políticas y/o luchas localistas.

Con el nuevo milenio, tuvo lugar una nueva fase en la que la programación pasa a un segundo plano y se trabaja más en la educación, la investigación o en incentivar la participación de diferentes sectores de público en las actividades de las instituciones. Tal es el caso del MACBA que en el año 2001 promueve y acoge en su seno a Las agencias, dando expresión a la ya consolidada “crítica institucional” y a la naciente “nueva institucionalidad” que intentaban acompañar a los movimientos antiglobalización contra el Banco Mundial primero o contra la Guerra de Irak después y articular una renovada relación entre el museo y la ciudadanía. Con la misma voluntad de dirigir la atención más allá de la exposición como dispositivo de comunicación con el público y con la intención de activar espacios de enunciación y de formulación discursiva se ponen en marcha iniciativas de producción e investigación, a menudo descentralizadas y colaborativas, como Desacuerdos activado en 2005 por el MACBA, Arteleku, Centro José Guerrero y UNIA o Proxecto-Edición realizado entre 2006 y 2008 por el CGAC, la Fundación Luis Seoane y el MARCO.

NUESTROS AÑOS VEINTE

En la segunda década del nuevo milenio, se exploran nuevos caminos con una concepción del museo más abierta a lo social, sobre todo a raíz del 15M de 2011 y, desde entonces, de las movilizaciones feministas del 8M que organizaron manifestaciones muy importantes en 2014 contra el proyecto de ley del aborto del ministro Gallardón o en 2015 con la enorme movilización del 7N, hasta desembocar en la asistencia record de 2017 que dio pasó al movimiento #MeToo. Ese tipo de movimientos sociales, que revisan cuestiones de clase, género y/o decoloniales en el seno de la cultura, tienen repercusiones en museos como el MUSAC que desde la “museología crítica” pone en marcha los proyectos comunitarios de investigación y producción la rara troupe (2012) y LAAV_ (2016) que, junto con el Grupo de Diálogo de Cine Contemporáneo tratan de establecer en el museo un espacio de participación y corresponsabilidad en la producción y programación a la vez que experimentan con procesos y modelos de construcción de los públicos y de circulación de saberes. Interiorizando las demandas de radicalidad democrática, estas iniciativas favorecen la “agencia” de los públicos: su capacidad de enunciación y de acción más allá de la habitual separación entre productor y consumidor.

La palabra emergencia que hemos utilizado para las dos décadas anteriores como sinónimo de irrupción y celebración cambia ahora de sentido para dar cuenta de la situación de emergencia crítica desencadenada por los problemas económicos. La crisis bursátil de finales de 2008 provocó el estallido de la burbuja económica en la que se había desarrollado un capitalismo globalizado y extractivo basado en posiciones neoliberales que habían alentado las industrias culturales, el arte entendido como entretenimiento y la privatización de las instituciones. La crisis afectó a todas las esferas de la sociedad y la cultura, incluidos los museos, que vieron mermadas sus plantillas y sus presupuestos. Ello provocó un cambio de modelo que, por sintetizarlo, implicó el paso del estado de bienestar —que amortiguaba las diferencias de clase a través de servicios públicos de sanidad, educación y cultura— a un nuevo paradigma basado en la desigualdad destruyendo el servicio público y dando alas a la privatización de servicios esenciales. La crisis hizo que en la segunda década del milenio se cierren multitud de proyectos como el Espai Zero1 de Olot o se desatiendan infraestructuras dejándolas en su mínima expresión como les ha ocurrido al DA2 de Salamanca, El MARCO de Vigo, el CDAN de Huesca, El Museo Estaban Vicente de Segovia y tantos otros.

De esta forma, se inicia un proceso de recentralización territorial, expresión del creciente autoritarismo, y de fortalecimiento de algunas infraestructuras en detrimento del tejido cultural. La misma dinámica social y económica que tras la crisis hace que los más ricos sean más ricos determina que los museos más grandes y con mayores presupuestos lo sean aún más. De hecho, los tres museos que tenían y tienen planes de ampliación son el IVAM de Valencia, el MNCARS de Madrid y el MACBA de Barcelona, éste último paradójicamente a costa de un centro médico.

Este paso de la descentralización de los años ochenta a una nueva recentralización es parejo a la progresiva sustitución de la institución pública por la privada tanto en sanidad o educación como en cultura. De hecho, en la segunda década de los 2000 no se abre ninguna nueva institución cultural pública ni se recupera ninguna de las ya existentes, aunque sí aparecen, especialmente en las periferias desatendidas, muchas privadas como la Fundación Cerezales en León (establecida en 2009, pero con nueva sede en 2017), el Archivo Lafuente (2002), el Centro Botín en Santander o Bombas Gens en Valencia, ambos inaugurados en 2017. También se produce una “ocupación” de espacios públicos —como ya había hecho el Museo Thyssen-Bornemisza en 1992 o el Museo Patio Herreriano en Valladolid en 2002— con colecciones privadas como las de Helga de Alvear en el Centro de Artes Visuales de Cáceres (2010) o la de Roberto Polo en el Centro de Arte Moderno y Contemporáneo en Toledo (2019).

El desinterés por las instituciones públicas y la fragilización de los museos y centros de arte se agrava sobremanera por la pandemia de covid-19, que no está generando una nueva situación sino agudizando la ya existente. El estado crítico actual no es nuevo sino heredero de la crisis de finales de 2008 que marcó un cambio de modelo. Las externalizaciones que precarizan a los trabajadores, los nuevos tecnócratas que aumentan una burocracia inútil, el desinterés de los responsables públicos y todo tipo de agresiones están poniendo en peligro la existencia de un museo que pertenezca a toda la ciudadanía.

Como ya señalé en el catálogo Cinco itinerarios con un punto de vista, quizá la proliferación de fundaciones y centros de arte privados ya no sea un complemento de la infraestructura cultual pública tal y como la hemos conocido en Europa, sino su anulación. La incierta evolución de crisis sanitaria puede ser una oportunidad para que la ciudadanía sea consciente del valor del museo público como espacio de cuidado social y de experimentación institucional de las funciones del museo en este escenario de crisis o, por el contrario, para permitir que la privatización neoliberal lo adelgace o marginalice hasta sustituirlo por formas culturales regresivas y populistas.

Manuel Olveira es director del Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (MUSAC).

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