Hemos vivido una época prodigiosa. Desde principios del siglo XIX, con la Revolución Industrial, cuyos inicios sitúan algunos historiadores en Inglaterra hacia 1820, la población mundial se ha multiplicado por nueve, la renta per capita es once veces mayor, el PIB, el producto mundial, es ¡cincuenta veces mayor! Una época nunca vista de crecimiento material (la renta per capita de 1820 era solo una vez y media la del año 1), y eso sin tener en cuenta que hoy tenemos coches en vez de carros, bombillas en vez de velas, teléfonos en vez de… nada. Parece, sin embargo, que esa época está llegando a su final. Demasiados signos lo anuncian. Nuestro entorno emite señales inequívocas: el aire se vuelve irrespirable, sube el nivel del mar, la superficie de tierra cultivable se reduce. Y sobre todo, muchos recursos, por abundantes que parezcan, son finitos. Nada de eso es nuevo; sí lo es un sentimiento generalizado de urgencia: el final de una temporada de crecimiento económico ininterrumpido está a la vista.
No nos lamentemos en exceso por ello, porque ese progreso ha tenido su cara oscura, tanto en el plano material, con el expolio de pueblos y regiones enteros, como en el espiritual, con el exterminio de muchas culturas y el empobrecimiento, en algunos aspectos, de la nuestra propia. Además, el crecimiento ha agravado la desigualdad material: si en 1820 la renta media per capita de los países ricos era tres veces superior a la de los países pobres, hoy es quince veces superior, y la diferencia sigue creciendo. Hoy el 11,5 por ciento de la población percibe más de un tercio del ingreso mundial. Así, mientras el mundo físico nos advierte de la necesidad de cambiar, en nuestro tejido social las costuras también dan muestras de fatiga. A esa tensión contribuye en gran medida la orientación del cambio tecnológico. Se dice que la tecnología es neutral, que puede ser empleada para ayudar al hombre. En la práctica, sin embargo, parece más bien que ayuda a prescindir de él, de ahí que se la tema. Ese sesgo se debe a que quienes financian y dirigen el cambio tecnológico persiguen, directa o indirectamente, el beneficio privado. Si en el diseño de proyectos tecnológicos se incluyeran sus efectos potenciales sobre la cantidad y la calidad del empleo, los resultados serían muy distintos.
Algo parecido puede decirse de la economía. Las reglas básicas del buen funcionamiento de una economía de mercado fueron escritas por monjes franciscanos en la Italia de principios del siglo XIII, y no han variado desde entonces: división del trabajo, libertad de empresa, información veraz, inhibición del monopolio, todas ellas figuran en los manuales de hoy. (V. Zamagni, S.: “Catholic Social Thought, Civil Economy and the Spirit of Capitalism” en D.K. Finn (ed.): The True Wealth of Nations (2010), págs. 63 y ss.). Pero la evolución de la economía de mercado ha ido degradando su aplicación. La causa de esa degradación ha sido, como en el caso del cambio tecnológico, la prioridad dada al objetivo del beneficio privado. Se trata pues, en ambos casos, no de cambiar las reglas del juego sino de cambiar su objetivo.
Un ejemplo: nadie discute las bondades de la conveniencia de la división del trabajo. En Adam Smith su objetivo es el aumento de la productividad, y la persecución de ese objetivo nos ha llevado a donde hoy estamos. Pensemos, en cambio, que una buena economía debe perseguir que cada cual pueda contribuir con su trabajo al bienestar común; la división del trabajo sigue siendo necesaria, pero para aprovechar la diversidad de talentos y aptitudes de cada cual. El resultado del mismo principio varía según el propósito.
El enriquecimiento individual ha sido el principio rector de la actividad económica en nuestros países, y otras consideraciones han pasado a un segundo plano. “Los impulsos económicos”, decía el socialista inglés H.T. Tawney, “son buenos sirvientes, pero malos amos”. Buenos sirvientes, porque aguzan el ingenio; malos amos, porque nos llevan a un callejón sin salida. Cambiar el principio rector del beneficio individual por otros que pongan la tecnología al servicio de una economía más humana es una tarea enorme. ¿De dónde surgirá el cambio? ¿Quién llevará el timón? No lo sabemos. Pero no conviene dejarse llevar por la nostalgia de un pasado a menudo imaginado, olvidando los defectos del presente que heredamos. Hemos de hacer todos juntos lo que cada uno hace en su interior al despedirse de su infancia, de su adolescencia y de su madurez sin olvidar lo aprendido en cada tramo. Al encarar lo que nos espera sabemos que nacerá un mundo nuevo, y que para ello es necesario que algo muera. Esa muerte no tiene por qué ser violenta; que lo sea o no depende en parte (no del todo) de nosotros.