
Falta una política de inmigración. No la hay porque no da votos. La única política de inmigración que sí da votos es la política contraria a la inmigración. La sustentan la nueva extrema derecha y —menos— la nueva extrema izquierda. Así es en todas partes. Una de las debilidades de la Unión Europea como unión es carecer de una política común respecto de los emigrantes y refugiados que quieren entrar a vivir y trabajar en ella. Y en todas partes se pagan las consecuencias.
Por no decir las cosas claras ni hacer las cosas bien, el desorden inmigratorio causa miedo en los nacionales y miedo en los extranjeros. Los políticos y los ciudadanos contrarios a la presencia de inmigrantes hablan por el miedo y actúan con el miedo que ellos mismos siembran. El miedo a la inmigración da votos a unos y seguridad a otros por lo que han votado. Pero el miedo al inmigrante es un miedo fabricado. Las alegaciones para dar razón de él son en apariencia distintas. Se arguye que los recién llegados y aquellos que no están regularizados reciben un mejor trato que los nacionales, les quitan a estos las oportunidades de trabajo, bajan los salarios, perjudican la educación de sus hijos, cometen delitos, no quieren integrarse, no se adaptan, sus creencias y costumbres son contrarias a las de la gente. Algunos son o pueden ser terroristas. En dos palabras: ellos no son nosotros. Nosotros somos los de aquí y ellos son los de fuera. Son el otro.
Entonces sólo basta que alguien encienda la mecha del miedo al otro para que el otro sea efectivamente otro y un otro peligroso. Lo que fue un día el odio al judío y al comunista lo es hoy al inmigrante y a quien le defiende, visto este casi como un comunista. En la negativa a construir una política clara, firme y unida de inmigración, y la práctica improvisación, mientras tanto, de soluciones ante el hecho migratorio, se mezclan torpemente tres cosas que deberían constituir con claridad y fortaleza dicha política. Se trata de las medidas para el control de entrada de los inmigrantes, las vías de regularización y las políticas para su efectiva integración. Cuando hablamos para bien o para mal de la inmigración solemos confundir dichas tres instancias fundamentales. Así, en la práctica, lo que puede ser acertado en el momento de la llegada de migrantes puede no serlo en el tiempo de su acogida. O viceversa. Lo que en cualquier caso incidirá en el proceso posterior de su integración.
Que estas tres instancias de la instalación de inmigrantes se den mezcladas y en ausencia de una política general de inmigración puede indicar no sólo el factor emocional del miedo a la acogida e inserción del extranjero, sino la ignorancia del mejor modo para hacerlo. Emociones, actitudes e intereses aparte, puede que la inhibición política ante el hecho migratorio se deba también a la falta de inteligencia y eficiencia de los políticos. La política como arte de lo posible, y sobre todo como arte de gobernar, brilla hoy por su ausencia. A la vista está la clase de gobernantes que dirigen hoy el mundo. Actores, payasos y simples patanes carentes de ideas y hojas de ruta, dejándose mover, en su afán de poder, por el gran titiritero del capital. “La historia se repite una vez como tragedia y otra como comedia”, escribió Karl Marx. Estamos en esta última, pero en la que temblaremos después de haber reído.
La política de integración tiene un solo fondo: el respeto a la condición humana. Y una sola forma: la vía democrática y pluralista de corresponder a este debido respeto. Eso no quiere decir una recepción indiscriminada ni un otorgamiento gratuito de derechos a los extranjeros que huyen del hambre y la guerra. Los derechos humanos y fundamentalesasisten por igual al nacional y al extranjero, y la convivencia de ambos es un intercambio de derechos por deberes y de estos por aquellos. La integración es un proceso mutualista de naturaleza moral y de conformidad legal. El inmigrante se integra a una nación, no a un grupo social mayor o menor de ella, ni a una cultura en particular. La identidad nacional es política, no cultural, aunque la cultura forme parte de la identidad política.
El nacional debe respetar la cultura del extranjero, este la de aquél, y ambos respetar la cultura histórica que se ha ido haciendo con ambas a lo largo de la historia. El inmigrante será con el tiempo ciudadano y el ciudadano fue en el tiempo inmigrante. Para ambos existe un solo objetivo común: vivir en sociedad y en una única sociedad. Todos han de ceder algo y todos van a ganar por hacerlo. No debe haber prisa en la integración ni tampoco demora. Ni fragmentación ni uniformidad en ella. El multiculturalismo diferencialista y el asimilacionismo cultural no han funcionado.
El mejor modelo es una integración democrática, pluralista e intercultural. Teniendo muy claro que hay una ley que respetar, una cultura histórica y una lengua propia que defender, y un derecho y un deber a vivir juntos y bien. Eso último dijo Aristóteles, que fue un extranjero en Atenas. •
Por Norbert Bilbeny, Catedrático emérito de Ética en la Universidad de Barcelona