Este es el último artículo que Julián Ruiz, antes de fallecer, escribió para El Ciervo y que nos envió el pasado mes de julio. Expone que no son pocos los humanos que practican la reflexión, el sentido crítico, la profundidad y la integridad moral. Recuerda que hay ciudadanos buenos, almas grandes que hacen posible el optimismo ante la vida. Julián era uno de ellos. Murió en agosto.
Sin pedantería ni jactancia personal alguna y huyendo de toda sintonía con las conocidas ideologías pardas, rojas, negras o azules, incluso blancas, parto del humanismo que, a mi juicio, es fiel a las adquisiciones de las Ciencias Humanas y Sociales actuales consideradas científicamente fiables.
A simple vista, en todas partes y siempre, la vida tiene mucho de comedia y de melodrama, pero hay tragedias que causan un dolor y un sufrimiento que arrasan a los humanos sumiéndolos en el llanto más amargo y a los que hunde en una miseria absurda, repugnante e inhumana. Sin duda, abundan la estupidez, la iniquidad y la ignorancia. Ahora bien, también hay nobleza y se dan progresos en humanización de los que cabe estar orgullosos y de los que disfrutamos no poco.
Se trata de innumerables hechos gracias a los cuales la vida es una aventura llena de gustos cualitativos y goces sumamente amables y dignos. En efecto, junto a lo aciago y lo desgraciado existen la bondad y la excelencia; junto a los idiotas, de los que los griegos clásicos hablaron tanto, junto a los endemoniados de todos los calibres y colores, encontramos a gente sensata, respetuosa y virtuosa que, en la sencillez del día a día, con virtud e inteligencia aman y sirven al prójimo y dejan ver su decencia y su extraordinario decoro moral. Se trata de ciudadanos, quizás vecinos nuestros, cuyo espíritu nos complace y estimula lo mejor de nosotros mismos. Seguro que conocemos a hombres y mujeres que cultivan una nobilísima intencionalidad altruista gracias a la cual la grande y pequeña historia en la que vivimos se convierte en un retablo lleno de aciertos, de verdades, de bellezas y grandezas de la mejor ley.
Sí, hay humanos de carne y hueso que ponen su inteligencia y su corazón al servicio de lo esencial de la condición humana que nos es dada por los cromosomas y después se confirma a través de los logros que generan las culturas históricas. Ciertamente, no son pocos los humanos que cultivan la reflexión, el sentido crítico, la profundidad y la integridad moral. También tiene su importancia el que prospere cierta espiritualidad del silencio, ese rico fontanar del que mana aquella sabiduría que libera de la superficialidad y de la distracción, neutraliza el estrépito y los perturbadores ruidos que produce la sociedad actual.
Hay que reconocer, sin embargo, que no todo saber científico ni todo progreso tecnológico llevan a los próceres de la llamada razón instrumental al incremento de un sentido crítico decidido a impedir que la racionalidad primordial humana termine siendo un poder irresponsable más bien fáustico, desembridado y arbitrario, es decir nada positivo, nada lenitivo ni indulgente. Esto es verdad, pero igualmente lo es que hay personas que están por encima de la torpeza, de la necedad, del desquiciamiento; que hay ciudadanos buenos, almas grandes que hacen posible el optimismo ante la vida y un halagüeño futuro aún pendiente. Esto significa que, gracias a su buen juicio, a su bendita ascesis y a una adecuada disciplina, se anulan las felonías, las desvergüenzas y los perjuicios que traen las perversidades diarias que llevan al desastre, a la aberración y a la indecencia.
Como sabemos, nada bueno viene al mundo por generación espontánea y estamos convencidos de que lo bueno y lo malo de la civilización no lo traen los dioses, sino nosotros, según seamos cuerdos o chalados, juiciosos o desquiciados. Por supuesto, se requieren responsabilidad y sensatos esfuerzos para que haya personas corrientes que alcancen excelsitud y exquisitez y nos dejen ver su estupenda manera de ser, de vivir. Por esto mismo, hay motivos para que una tímida y alentadora esperanza alimente la cotidianeidad gracias a lo cual podamos disfrutar de aquella joie de vivre que viene a significar no sólo que lo mejor existe, sino que lo tenemos cerca, que lo vemos vencer al mal, que prevalece a lo peor. No se trata de presumir en falso de nada, sino de creer que nosotros mismos modestamente podemos formar parte del salvation army que hace habitable este planeta.
En cualquier caso, no queda otra que vivir en un mundo que tiene el endiablado destino de una heterogeneidad hostil y de una dialéctica endiablada y renuente. No hay modo de evitar semejante infortunio salvo que aprendamos a superar la brutalidad, la negligencia, la arbitrariedad. Por suerte, lo real es real y, además, es indestructible, razón por la que la salvación ha de venir de ahí. De aquí que hace bien la filosofía cuando insta a vivir con cordura y pasión, cuando nos predispone contra la desgana y la desesperación. Todo parece indicar que es la vida la que está hecha así, con contradicciones y mezquindades, razón por la que todavía son muchos los humanos que no dan con la clave de cómo es conveniente vivir para estar a la altura de una especie tan singular como es la sapiens.
Desde luego, hay que admitir que la democracia no atraviesa ámbitos bonancibles ni pasa por circunstancias históricas positivas, favorables. Las aberraciones son muchas, incontables las insensateces, las soberbias cretinas y las conciencias están llenas de detritus éticos, de culpabilidad. No perdemos la calma del todo, pero ante tantos modos inhumanos de pensar y de hacer las cosas nos echamos a temblar, pues es la propia condición humana la que está en peligro y se encuentra ante unas perspectivas más bien siniestras.
Es una pena que la lógica del mal esté tan viva y activa, que haya tantos mentecatos que tienen a mano prepotentes micrófonos, altavoces y teclados informáticos, tal vez también el Boletín del Estado. Por esto mismo, quienes no queremos contaminarnos con la hediondez reinante estamos obligados a asumir la vida como deber y tarea indeclinable, pues no es sólo la verdad científico-filosófica lo que está en juego, sino la mismísima vida, la de nuestros hijos, nietos, amigos, alumnos.
Insistimos en ello: donde vivimos, junto a los gérmenes de la perversión y de la imbecilidad hay dinamismo positivo en acción, aunque es el tiempo el que dirá cuál de las dos posibilidades prevalecerá, si conseguiremos que lo esencial humano de suyo incondicional, es el supremo valor que el destino ha dado a la última especie sui géneris del proceso evolutivo que ha terminado haciendo del hombre una creatura trascendental, abierta hacia una completud que, según ciertas instancias (metafísicas, poéticas, religiosas, estéticas) puede ser considerada como el culmen de un destino que se nos presenta como enigma, como el misterio radical al que algunos, no sin osadía, tratamos de entender mínimamente, negándonos a que cierto materialismo nos engañe cuando trata de igualar al sapiens al animal común, a las plantas, a los metales.
En fin, dado que lo esencial humano no viene al mundo espontáneamente, sino que ha de ser querido y traído empíricamente, son imprescindibles muchos hombres y mujeres con sentido de lo categorial naturalmente dado. Reconforta que haya hombres y mujeres gracias a los cuales el mal mengua y el sufrimiento de los desvalidos de la tierra se alivia.
Soy el primero en saber que manejo aserciones literariamente sencillas, pero las valoro altamente significativas. Incluso verosímiles. Por mi parte, es una suerte que no merezco, pero, a pesar de todo, creo que hay motivos para el optimismo. •
Julián Ruiz Díaz, antropólogo