Artículo publicado en el N.º789 (Sep-Oct 2021)
El azar no existe en la literatura. No recuerdo dónde leí esta frase, solo sé que me impresionó, quizá porque siempre había intuido que los libros que nos dejan huella no llegan a nuestras manos por casualidad. Si el azar no existe en nuestro encuentro con un libro, tampoco existe en la relación entre los mundos que las obras literarias nos revelan. Entre ellas hay una sutil trama de conexiones que no son fortuitas, sino que responden a una ligación superior que excede la creación personal y que tiene mucho que ver con el signo de los tiempos.
¿Es pues casualidad que en los últimos años se hayan cruzado en mi camino un buen número de novelas que reconstruyen la memoria familiar y, en especial, las relaciones filioparentales? Me refiero a novelas de carácter autobiográfico o autobiografías de carácter novelesco, como El olvido que seremos (2006) de Héctor Abad Faciolince —recientemente llevada al cine— o su diario novelado Lo que fue presente (2020); Ordesa de Manuel Vilas (2018), A corazón abierto de Elvira Lindo (2020) o Amor intempestivo de Rafael Reig (2020)… Y fuera del ámbito hispánico: Tú no eres como otras madres de Angelika Schrobsdorff (1992) o Una Odisea de Daniel Mendelsohn (2019).
Los llamados géneros del Yo, que abarcan el diario, la correspon- dencia y esa mezcla de memoria y novela bautizada con el nombre de “autoficción”, empezaron a florecer notablemente hace unos años en la literatura occidental y no han dejado de prosperar desde entonces. Los han practicado, en sus diferentes manifestaciones, autores de la talla de Coetzee, Paul Auster, Siri Hustveld o Karl Ove Knausgard, y, entre los españoles, Francisco Umbral, Esther Tusquets, Soledad Puértolas, Luis Landero, Vila-Matas, Javier Marías, por solo citar a unos pocos.
¿Es el auge de la literatura autobiográfica un signo de los tiempos? Tal vez sí. Recordemos que, a pesar de que la literatura confesional posee destacados referentes lejanos (como San Agustín o Rousseau), esta quedó arrinconada durante siglos por una tradición moral que no permitía la libre expresión individual o que la disimulaba y disfrazaba con máscaras y tópicos de toda índole. En España particularmente nunca gozó de gran aceptación, tal vez por prejuicios o por temor a la autoridad eclesiástica o civil. Y nuestra tradición diarística siempre fue escasa y enfocada más a la historia y a la política que a la introspección personal o la indaga- ción moral y psicológica.
Con el nuevo milenio, observamos que el Yo, nacido en Occidente con el Romanticismo y amamantado por las vanguardias del siglo pasado, sale definitivamente del armario, de una forma a veces incluso impúdica, hasta impregnar con su omnímoda presencia todos los ámbitos de la sociedad y “empoderarse” tanto de la literatura actual como de otras artes. Son tiempos liberadores del individuo (en la política, en la moral, en temas de género, etc…), sí, pero a la vez vivimos una suerte de egocentrismo, un mirarse al ombligo metafísico. Las grandes metáforas de la posmodernidad han sido la muerte de Dios, la desmitologización de lo trascendental y la crisis de las utopías colectivas que dominaron el siglo pasado. El Yo se ha quedado huérfano de grandes referentes espirituales e ideológicos e indaga en sus propias y tortuosas galerías del alma. Por otra parte, esta hegemonía del Yo, en paralelo al desarrollo de las nuevas tecnologías, ha desencadenado una serie de fenómenos socioculturales que conocemos bien, como la exhibición de la vida privada en las redes sociales o en los llamados “reality shows”.
La novela, en cuanto construcción de un mundo ficticio, pierde cierto prestigio ante un tipo de relato que atrae al lector porque habla de la realidad y de las vivencias personales. Así se impuso hace pocos años la moda de la autoficción que VilaMatas describió como “la autobiografía bajo sospecha. Quien narra su vida la transforma en novela y cruza la frontera hacia los dominios de la fabulación”. Una forma de novela que emplea conscientemente la ambigüedad, porque el mundo ha dejado de ofrecer certezas y los límites entre realidad y ficción se han ido desdibujando cada vez más, abriéndose el campo a la virtualidad.
El género de la novela ha sido cuestionado con frecuencia, pero no parece destinado a morir: se alimenta, crece y se transforma adaptándose al signo de los tiempos. Cuando la realidad ha dejado de ser objetivamente inteligible y abarcable, buscamos refugio en el Yo, la única realidad que creemos poseer con certeza, a pesar de sus enigmas y vaivenes, y en la que buceamos para entendernos a nosotros mismos y, de paso, entender el mundo que nos rodea. Como apunta Andrés Trapiello: “La sociedad urbana contemporánea ha fragmentado y roto de tal modo su identidad que no somos más que trozos de desechos de naturaleza que necesita reconocerse en un relato de su tiempo”.
En las obras que he mencionado anteriormente los autores indagan en la memoria personal: los paisajes de la infancia; las relaciones, a veces conflictivas, con la familia; el amor y el desengaño, la desaparición de los seres queridos, la enfermedad, la muerte. Al mismo tiempo, como trasfondo, estas obras constituyen una crónica íntima de un lugar y de una época: el ambiente de violencia ciega en Colombia (Abad Faciolince), la España de las últimas décadas (Vilas), la España de la postguerra (Lindo), el Madrid de la Movida (Reig), el Berlín de preguerra y el auge del nazismo (Schrobsdorff) o la relación padre-hijo en el EE.UU. actual a través de la reconstrucción de la Odisea homérica (Mendelsohn). Son libros hermosos, emotivos y estremecedores, cada cual a su manera, tal vez porque están llenos de verdad, pero también porque sus autores manejan con brillantez los resortes de la ficción y, en cierto sentido, logran convertir la realidad en ficción y la ficción en realidad.
El azar no existe en literatura. Si ha habido un auge de la literatura confesional o autobiográfica es porque nos buscamos a nosotros mismos en un mundo global, confuso y cambiante, donde hasta el propio Yo se nos escapa en toda su complejidad. Y si llegan a nuestras manos estos libros es porque, de alguna manera, los necesitamos, porque en un mundo globalizado de máscaras y virtualidad, anhelamos lo auténtico, lo real, lo familiar, los pequeños universos íntimos donde reconocernos y a través de los cuales indagar en nuestra identidad, siempre insegura, y explicarnos el mundo, siempre desconcertante, que nos rodea y nos determina.
Isabel-Clara Lorda Vidal es traductora literaria.