El autor se confiesa: Juan Gómez Bárcena

Con motivo de la publicación de su nuevo libro, desde El Ciervo hemos invitado a Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) a que nos hable de  Lo demás es aire, publicado en Seix Barral. Después de haber publicado las novelas Ni siquiera los muertos (Sexto Piso, 202), Kanada (Sexto Piso, 2017), El cielo de Lima (Salto de Página, 2014), Los que duermen (Salto de Página, 2012; Sexto Piso, 2019), Juan Gómez Bárcena emprendió con esta última novela, como nos cuenta, «el viaje más difícil, el más inimaginable».

 

Lo demás es aire nació a lo largo de los veranos de mi infancia, mucho antes de que pensara en escribir una sola palabra. Porque por aquel entonces aún no tenía ni idea de que algún día me convertiría en escritor: sólo era un niño con ortodoncia que recorría en bicicleta los caminos sin asfaltar del pequeño pueblo de Toñanes, buscando hachas paleolíticas y fósiles de dinosaurios en las cunetas. Mi pueblo era el centro del mundo y también el centro de todas mis preguntas. ¿Quién o quiénes habían decidido que Toñanes se llamara Toñanes? ¿Dónde se ocultaba la antigua iglesia de la que hablaban los documentos? ¿Quién tiró al río la talla de San Tirso durante la guerra civil, tal y como había oído contar a los ancianos del pueblo? Me parecía imposible que sólo a mí me interesara la respuesta a esas preguntas. Así, poco a poco, comenzaron mis investigaciones. Mi madre me preparaba un bocata y yo pasaba el día vagando por el pueblo, interrogando a los vecinos y buscando restos arqueológicos por la mies. Por ejemplo, cierta pared arruinada en la orilla del río, que tal vez fue siglos atrás un molino. O ciertos añicos de cerámica que encontré paseando por el campo, y que tal vez compusieron, por qué no, el vaso del que bebía alguno de mis antepasados. Y sobre todo, muchos documentos: unos libros casi ilegibles en los que durante cuatro siglos los párrocos de Toñanes se habían molestado en consignar los nombres de los vecinos. Yo no sabía lo que hacía cuando comencé a medir esas piedras, a coleccionar los restos de cerámica, a catalogar los nombres de tantos hombres y mujeres. No sabía, claro, que estaba escribiendo el primer borrador de esta novela.

Y sin embargo, esa novela todavía tendría que esperar muchos años. Porque entre tanto fui creciendo y poco a poco comprendí la verdad o lo que entonces creía que era la verdad: que todas mis investigaciones no valían gran cosa. ¿A quién podía importarle ese pueblecito remoto, ese molino arruinado, todas esas biografías minúsculas y sin huella? Por eso, cuando comencé a escribir mis primeras novelas, nunca volví la vista a Toñanes. Me acostumbré a dirigirme muy lejos y también muy atrás: al México colonial, a la Hungría de la posguerra o al Perú de comienzos de siglo. No fue hasta 2017 que escribí las primeras líneas de este libro, y con ellas emprendí el viaje más difícil, el más inimaginable. Aquel que me devolvía al punto de partida, a Toñanes, para contar una historia privada que es de alguna forma la historia de todos. Porque no importa lo insignificante que sea el lugar en el que nos detengamos: si lo miramos con la suficiente intensidad, podemos descubrir un resumen de todas las emociones humanas; un retrato de todo cuanto fuimos y somos. Pero sobre todo, en Toñanes encontraría lo más importante: un camino para narrar, a través de tantas biografías anónimas, mi propia historia.

 

Fotografía de David Jiménez

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