El canto IX de la ‘Ilíada’

El Canto IX de la Ilíada comienza con un profundo desconsuelo. Los troyanos parecen invencibles y Zeus le ha retirado el favor a Agamenón. El orgulloso monarca “vierte lágrimas como una fuente de agua negra” y, necesitado de urgente consejo, convoca en asamblea a todos sus guerreros. En el seno de la asamblea, lo dispuesto por dioses y por hombres se disipa, y queda la voz. Hablan los que su corazón les inspira para ello, los de mayor brillo, los de natural valor y astuto consejo, es decir, los más bellos. Los demás escuchan y su ánimo se transforma al ritmo del discurso. Prudencia, cuando el temple indica prudencia. Arrojo, cuando es necesario el arrojo.

Así aparecen descritos los líderes al comienzo de nuestra civilización. Una imagen ideal que, aunque no se asemeje en mucho a los taimados amantes del poder que pueblan las páginas de la historia, sí nos da claves para saber qué entendemos por un líder. Los líderes nacen espontáneamente de cualquier grupo humano. Guían la dispersa voluntad del colectivo, canalizan la iniciativa, modulan su ánimo, engarzan energías, señalan lo desapercibido, se exponen al daño, ejemplifican. Aun con todo, la del líder es, fundamentalmente, una figura estética: su utilidad depende por entero de ser admirados. Al igual que la obra de arte fija para la posteridad el espíritu de una época, un líder encarna el espíritu del grupo. Mejor dicho: lo que el grupo más valora, lo que le parece más bello.

No son pocos los intentos de elaborar una lista de las cualidades que hacen a un buen líder –encabezadas todas ellas por el dichoso carisma– aun cuando la experiencia no tarda en desmentirlas todas. También se suele incurrir en el error de confundir al líder con el que gobierna y, por la naturaleza estética que comentábamos, especialmente con quien representa. Pero grandes personalidades han sido líderes nefastos y buenos gobernantes jamás fueron líderes de nadie. En definitiva, la madera de líder proviene de los mismos árboles que componen el bosque.

El liderazgo no depende de una serie de requisitos. Como todos los comportamientos que reflejan nuestra naturaleza social es, a un tiempo, algo más orgánico y complejo: el vínculo entre un líder y su comunidad se fragua en la escucha. Resulta sencillo entenderlo y no tanto llevarlo a cabo: aquellos a quienes el grupo considera más bellos son escuchados; de modo que lo que el grupo considere deseable en cada momento determinará quién gana el privilegio de la atención. Por otro lado, un buen líder lo es porque escucha la voluntad del grupo y ejerce con responsabilidad el poder simbólico que le ha sido otorgado. Por tanto, mientras este doble canal de escucha permanezca inalterado el grupo podrá contener al líder, sustituirlo en virtud de una nueva jerarquía de valores o, incluso, en la mejor de las sincronías, entregarse con absoluta confianza a su aliento.

Llega el incómodo momento de preguntarse ¿nos parecen bellos nuestros líderes? Al pensar en la esfera política,
la mera pregunta nos sitúa ante el ridículo. Pero, por qué, en una época de incertidumbre generalizada, abundan los liderazgos débiles, los gurús y salvapatrias. ¿Qué es lo que ha fallado? El texto homérico vuelve a arrojar luz sobre el asunto: falla la asamblea, el lugar en el que todos somos iguales.

El líder es un primus inter pares; siempre es elegido por la comunidad que lo erige. Lo contrario es alguien ocupando una posición de poder que cuenta, en mayor o menor medida, con el apoyo tácito de aquellos a los que se dirige –un tirano del discurso. Ocurre que las estructuras simbólicas y materiales mediatizan la elección o el surgimiento de los líderes. Aquellos que pueden ser menos idóneos, los menos bellos, incluso, a ojos y oídos del grupo, son beneficiados por dichas estructuras para acaparar poder, saltándose por completo el vínculo forjado en la escucha. Por poner un ejemplo evidente: el patriarcado mediatiza con fuerza cualquier proceso de liderazgo. Lo que encontramos es que, hoy día, la sociedad del espectáculo genera poderosos personalismos: políticos, influencers… con grandes egos que son, sin embargo, fácilmente sustituibles porque no cuentan con auctoritas ninguna fuera del estrado que ocupan. La ciudadanía-público asume cierto desencanto en el momento en el que reconoce el papel decisivo que tiene el desnivelado terreno en el reparto de la atención.

¿Significa esto que debamos resignarnos a la institucionalización de la mediocridad, al liderazgo de los menos aptos? ¿Dónde podemos encontrar, al margen de tristes monarcas, líderes que aún nos parezcan bellos? En realidad, basta con echar un vistazo a quienes se organizan horizontalmente, fuera de las habituales estructuras de poder, con cierto brío de disidencia, para ver surgir naturalmente buenos líderes de entre los iguales. Del colectivo ecofeminista de la
huerta urbana más cercana a la capitanía de los equipos en la liguilla del barrio.

En América Latina, según datos de la ONU, cuatro líderes indígenas son asesinados al mes por defender su derecho a la tierra y su forma de convivir con ella. Ser elegido líder en dichas comunidades, además de un honor, significa caminar con una diana en la espalda. La belleza de los individuos elegidos por los pueblos originarios rara vez tiene que ver con la formación ni los discursos, y sí, en cambio, con una excelsa sincronía con el espíritu y el compromiso del grupo.

Antes de lamentarnos, pues, por nuestra aparente falta de líderes, deberíamos cuestionar las estructuras que mediatizan su surgimiento y preguntarnos en cuántos manuales de liderazgo, en cuántos documentales sobre Churchill y en cuántas charlas de empresa, se deja de lado el individualismo y se pone el énfasis en que, entre iguales, aparezca alguien capaz de crear un vínculo de confianza desde la admiración y la escucha.

 

 

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