El móvil y la parábola de los talentos

Las administraciones han puesto en el punto de mira el uso de los teléfonos móviles en la infancia y la adolescencia en estos últimos meses. Seguramente, lo hacen tarde, ya que en algunos lugares de España se había puesto el foco en ese asunto hace años. En Catalunya la decisión se tomó entre diciembre y enero. Por ahora, se ha anunciado la prohibición de los dispositivos en el entorno escolar en la educación primaria, y en secundaria sólo se permitirán para fines educativos. Como persona que no tuvo acceso a un teléfono inteligente —que iba mucho más lento que los de ahora— hasta los últimos años de universidad, tengo serias dudas sobre cuáles pueden ser los fines educativos y sólo se me ocurre como paradigma una clase sobre privacidad. Así pues, con Catalunya, ya son nueve las comunidades autónomas en las que se han adoptado medidas similares.

Esta última ronda de actuaciones de la Administración ha coincidido con iniciativas de grupos de padres organizados que quieren retrasar la edad en la que sus hijos acceden a un teléfono móvil por primera vez, por lo menos hasta los 16 años. Una iniciativa que saltó a la televisión y ha tenido bastante repercusión mediática. Algo se mueve.

También hay voces en contra de esas prohibiciones o de retrasar el uso del teléfono móvil que abogan por enseñar un uso responsable, haciendo suyo el utilitarismo de Stuart Mill. La tecnología no es mala ni buena, todo depende cómo se utilice, igual que los cuchillos. En cualquier caso, con el sistema actual, que chupa todos nuestros datos aunque no seamos conscientes e impide toda intimidad en el momento en que hay un teléfono conectado a internet de por medio, en la balanza ya hay elementos negativos de entrada.

Más allá de ello, queda claro que el uso y abuso de las pantallas —sin entrar en la posibilidad de que los niños empleen modelos de inteligencia artificial como ChatGPT para hacer los deberes y trabajos— no es inocuo y que tiene afectaciones en todos nosotros y consecuencias en cuestiones como la atención, la concentración o la lectura, entre otras. Hay estudios que apuntan en esa dirección y en Lector, vuelve a casa. Cómo afecta a nuestro cerebro la lectura en pantallas (Deusto, 2020) —el libro en inglés se publicó en 2018—, la investigadora y profesora universitaria Maryanne Wolf advierte de que incluso los lectores de toda la vida están cambiando sus hábitos. Tras una prolongada exposición a la lectura en pantallas ven alterada su capacidad de concentración cuando vuelven al libro tradicional y avisa de que la comprensión lectora también ha disminuido. No hay que pensar en libros electrónicos, ya que ese formato no ha acabado reemplazando al libro de papel y ha tenido una implantación limitada. En realidad, no hace falta ningún estudio científico para llegar a esa conclusión, basta con pensar en las experiencias propias y en cómo leemos un libro en el tren o en cualquier otro lugar, sobre todo si tenemos el móvil en el bolsillo.

En The New York Times, en 2017, el profesor universitario Daniel T. Willingahm, autor de The Reading Mind: A Cognitive Approach to Understanding How the Mind Reads, señalaba que los problemas que hay con la lectura vienen de antes de la irrupción de los teléfonos inteligentes y ponía el foco en los hábitos educativos. Sea como fuere, que el problema venga de antes no quiere decir que no se haya agravado y el riesgo que hay es que con todo este asunto surjan nuevas brechas y desigualdades cognitivas entre aquellos a los que no se exponga tanto a las pantallas y los que estén todo el día conectados.

Al margen de la desigualdad social y económica, hay otras desigualdades extendidas, algunas relacionadas con la economía y otras no tanto. Me refiero a la brecha que separa a aquellos que se desenvuelven con soltura en el ámbito digital y los que no; los que son objeto de una estafa fácilmente y los que no; los que saben lidiar con la burocracia y el lenguaje de la administración y los que no; los que tienen conocimientos de economía y los que no… y así podríamos seguir con distintas materias. El caso es que si el uso de pantallas tiene efectos negativos en el desarrollo cognitivo de los niños y en sus capacidades, aquellos cuyos padres no estén concienciados del problema o no estén en casa —es posible que sean aquellos cuya condición social sea más baja; Wolf da algunas pistas sobre ello en su libro—, serán los que tendrán más acceso a las pantallas y por tanto más exposición y más riesgo de salir mal parados.

Me vienen a la cabeza sobre todo los niños que cuando salen del colegio, a veces con las llaves colgadas en el cuello, se van solos a casa. Es una imagen ilustrativa que quien ha trabajado en según qué colegios ha visto. Es por eso que uno de los impulsores de la iniciativa para retrasar la edad en la que los niños acceden a un teléfono por primera vez defendía que la prohibición de los móviles llegara a todo el sistema educativo escolar, para que el hecho de estar conectados no acabe provocando desigualdades futuras. La duda es si la iniciativa dará resultado y si habrá un cambio de tendencia también fuera de las aulas.

Un amigo que ha estudiado el impacto de las pantallas, Ignasi de Bofarull, me recuerda que en la parábola de los talentos que se recoge en los evangelios de san Mateo y san Lucas se apunta que “al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”. Esto es lo que puede pasar con esas familias que no sean conscientes de los problemas que entraña el abuso de las pantallas. De hecho, sobre la desigualdad en el ámbito educativo, sin entrar en el asunto de los teléfonos, con ejemplos como el consumo cultural, viajes y experiencias ya había teorizado en esa línea el sociólogo francés ya fallecido Pierre Bourdieu, un referente en ese ámbito.

 

Compartir