Marruecos es un lugar de encuentro con múltiples puertas de acceso, pero si tuviéramos que elegir solo una, en su literatura
podemos encontrar un par de novelas imprescindibles para entrar y entender el entramado social, político, económico e histórico de este país vecino al otro lado del estrecho. La primera es El pan a secas (1982), de Mohamed Chukri, un viaje desde la época del hambre en el Rif hasta las ciudades de Tánger y Tetuán recorriendo el camino de aprendizaje de un adolescente por una geografía del hambre, el dolor, la injusticia y la compasión en tiempos de colonización. Esta obra sigue apelando a las dificultades de una parte de la población, la más joven, que emerge a la adolescencia con enormes barreras para progresar hacia el futuro. La otra, mucho más reciente, de Leila Slimani, que he tomado para titular este artículo sobre el reino alauita: El país de los otros (2020), narra la vida de un matrimonio entre una francesa y un marroquí y describe la desconfianza entre extranjeros y autóctonos o la diferencia de derechos entre hombres y mujeres.
Sin duda, Marruecos hoy es un país bien diferente al de épocas pasadas, para empezar ya no es “un país de otros” en el sentido literal. La independencia trajo consigo un sentido nacional como nunca habían podido expresar sus ciudadanos. Pero el proceso de descolonización ha dejado un legado enorme. El hambre en el sentido de muertes por malnutrición ya no es urgencia como en la novela de Chukri, pero en un país donde la agricultura ocupa al 40% de su fuerza de trabajo, la población es muy vulnerable a las consecuencias del cambio climático y a las fluctuaciones de los precios en el mercado. El país se enfrenta al resultado de seis años seguidos de sequía intensa agravada por el calentamiento, con temperaturas récord y evaporación del agua de embalses y pozos. La economía agrícola, el principal empleador del país, está en mínimos. La pobreza hace más grande todavía la brecha entre las zonas rurales y las ciudades, en un país donde el desarrollo económico fue la gran esperanza de la independencia. La promesa de la monarquía fue la de abrir el nuevo país a grandes reformas políticas y económicas que dieran una esperanza de futuro a una juventud que ha ido creciendo y que es mayoría, pero que apenas percibe sus beneficios.
La edad media es de 28 años, con más de 6 millones de jóvenes entre los 15 y los 25 años, a los que les resulta imposible insertarse en un mercado laboral que les castiga. La tasa de paro oficial está en torno al 14%, pero la falta de trabajo que afecta a esta franja en edad de trabajar alcanza a uno de cada dos. Fueron en buena parte estos jóvenes, hombres y mujeres, los que salieron a las calles en febrero de 2011, en lo que vinimos a llamar las “primaveras árabes”, una rebelión contra el poder que la policía aplacó y se cerró, antes que en el resto de países árabes, con la promesa de la monarquía de conceder más poder al parlamento y al primer ministro. Los cambios, sin embargo, no han llegado para todos. Una élite económica controla la agenda política y el poder, siempre bajo la vigilancia de Mohamed VI, el líder incuestionado e incuestionable del país. Es aquí donde entroncamos con la otra novela, ya que una parte de la población, los jóvenes, mejor preparados que sus generaciones anteriores, se sienten alejados del sistema y consideran que el país es de otros, principalmente de la élite económica, mientras las reformas anunciadas en una nueva Constitución no les llegan.
Tampoco llegan a las mujeres, aunque sea uno de los países con los sistemas jurídicos más progresistas para la mujer entre los países de su entorno. Pero una cosa es la ley y otra la práctica. En su forma actual, la ley de familia no cumple con los requisitos de la Constitución progresista que el país adoptó en 2011. Permite los matrimonios infantiles y la poligamia, estigmatiza y discrimina a los niños nacidos fuera del matrimonio, impide los matrimonios de mujeres con hombres de diferentes religiones y perjudica a las viudas, divorciadas o madres solteras y a sus hijos. A eso se añade que las mujeres solo pueden heredar la mitad que los hombres, así, si un hijo y una hija heredan de sus padres, el hijo recibe dos tercios y la hija un tercio. Hay discriminación en la ley pero aún hay más en la aplicación que hacen los jueces y en la presión social. También para ellas, el país es de los otros, en este caso de los hombres.
Otro gran colectivo que también se siente ajeno, por no decir perseguido, son los inmigrantes. Marruecos es la puerta de entrada a Europa y como miembro de la comunidad económica de África del Oeste, que estipula la libertad de movimientos entre sus estados miembros, cientos de miles de migrantes deambulan por el país a la espera de poder cruzar. Esta afluencia de migrantes se corresponde con una creciente “securitización” de las políticas migratorias europeas, que hace que cada vez se perciba más a Marruecos como un guardián de las fronteras europeas, aprovechando su papel en la gestión migratoria, para proteger sus intereses geopolíticos y maximizar los beneficios de su asociación económica con la UE, en particular mejorando las condiciones de los acuerdos de cooperación, libre comercio y pesca.
La mirada al norte, se combina con la voluntad de liderazgo que el rey Mohamed VI ha impulsado para convertirse en potencia regional de África del Oeste, donde Marruecos está expandiendo su economía a través de sectores como la banca, los seguros, servicios y construcción. Han construido puertos, autopistas y una red ferroviaria que facilita el tránsito desde esos otros países. Su potencial en la región es incuestionable, tanto como lo es para el régimen la anexión del Sahara Occidental, en disputa desde la independencia y que le enfrenta con la vecina Argelia, al tiempo que define su situación geopolítica y la prioridad de llegar a acuerdos con todos los países que apoyen su plan para una autonomía de este territorio bajo soberanía marroquí. El último ha sido Israel, cuyo apoyo a cambio del establecimiento de relaciones diplomáticas ha sido el germen para que una buena parte de la población saliera de nuevo a las calles en cuanto empezó el conflicto en Gaza. El reconocimiento por parte de la Administración estadounidense de la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental ha abierto una nueva era de diplomacia y geopolítica para el país. El futuro dependerá en gran medida de la capacidad del rey y su gobierno para seguir siendo un país estratégico en la región, pero, de puertas adentro, dependerá del progreso en reformas que reconozcan los derechos de la mujer, el acceso al trabajo de los jóvenes, y en general los derechos humanos, para convertir el país de los otros en un país de todos.
Rafael Vilasanjuán, periodista