Artículo publicado en el n.º783 (Sep-Oct 2020)
Peculiar pensador, ensayista, orador y poeta, pero también explorador, agrimensor y leñador, fue una de las voces norteamericanas más despiertas de su generación (1817-1862). Hijo de una familia de clase media descendiente de hugonotes por parte paterna, estudió en Harvard durante cuatro años, el tiempo suficiente para darse cuenta de que su medio no eran las aulas sino la naturaleza, y esta, cuanto más inexplorada y salvaje, mejor. Conoció al escritor Ralph W. Emerson, el cual tomó un gran interés por ese joven tan poco convencional. Ambos pensadores se incluyen en el trascendentalismo, según el cual el ser humano está llamado a vivir en un estado espiritual que trasciende lo físico y lo empírico, más allá de cualquier doctrina religiosa. La naturaleza es el signo exterior del espíritu interior. A los veintiocho decidió ir a vivir solo en medio de la naturaleza. Él mismo se construyó una cabaña en medio de bosque, junto al estanque de Walden, no muy lejos de Boston. El relato de estos dos años, dos meses y dos días (1845-47) está recogido en su obra más célebre, Walden, donde reflexiona sobre su propia experiencia a través de páginas de una deslumbrante lucidez. También es autor de un extenso diario con anotaciones y observaciones de los más diversos campos. Fue precursor de la desobediencia civil (inspiró a Tolstoi y Gandhi), al negarse a pagar un tributo al estado para sufragar la guerra contra México, así como se opuso y denunció la esclavitud en su país. Después de diversas expediciones y viajes, murió tempranamente, a los 44 años, de tuberculosis. Cuando su tía le preguntó en sus últimos días si había hecho la paz con Dios, Thoreau respondió: “No sabía que nos hubiéramos peleado”.
Un hombre es rico en proporción a la cantidad de cosas de las que puede prescindir.
Si tengo que ser un camino, prefiero serlo por torrentes, por los arroyos del Parnaso que por alcantarillados de la ciudad. Existe la inspiración, ese chismorreo que llega al oído de la mente atenta desde los patios celestiales. Pero existe también otra inspiración profana y caduca, la de las tabernas y la comisaría de policía. El mismo oído es capaz de captar ambas comunicaciones. El criterio del oyente es el que debe determinar cuál escuchar y cuál no.
Si nos hemos profanado a nosotros mismos —¿y quién no?—, el remedio será la cautela y la devoción para volver a consagrarnos y convertir de nuevo nuestras mentes en santuarios.
Lo más importante no es que haya una mayoría tan buena como tú, sino que exista una cierta bondad absoluta en algún sitio para que fermente a toda la masa.
Quienes no conocen otras fuentes de verdad más pura, quienes no han seguido su curso hasta sus orígenes, están, y con razón, del lado de la Biblia y de la Constitución, y beben de ellas con reverencia y con humildad. Pero aquellos que van más allá y buscan el origen del agua que gotea sobre el lago o la charca, se ciñen los lomos cada vez más y siguen su peregrinación en busca del manantial.
Sería de gran utilidad reunir en una colección impresas las Sagradas Escrituras de las diferentes religiones —las chinas, las hindúes, las persas, las judías y otras— como las Escrituras de la humanidad. Quizá el Nuevo Testamento aún esté demasiado presente en los labios y en los corazones de los hombres como para llamarse “Escritura” en este sentido. Tal yuxtaposición y comparación podría servir para liberalizar la fe de los hombres. Se trata de un trabajo que, sin duda, el Tiempo acabará editando, reservado para coronar la obra de la imprenta. Esta será la Biblia o Libro de los Libros, que permitirá a los misioneros llegar a los lugares más elevados del planeta.