Navegamos las insólitas aguas del asombro. Más allá de la cartografía que traza nuestra propia piel, las fronteras del mundo que nos rodea conservan un secreto eterno, el galimatías indescifrable que ordena la existencia. Es así de simple: desde niños, aprendemos a interrogarnos por los detalles cotidianos, por los procesos que sucumben ante nuestra atenta mirada y por los fundamentos que rigen a los animales, a las plantas, a los diversos artilugios, a nosotros mismos. Por ese motivo, una vez que aprehendemos la palabra sentimos que la barrera infinita de la ignorancia habrá de quebrarse ante nuestro ingenio. Otorgamos un nombre a cada cosa, inventamos conceptos, mezclamos ideas para crear discursos que siembren verdad o cosechen la disputa. El poder del lenguaje es, sin duda, casi inabarcable, tan solo sujeto a los límites de la imaginación.
Sin embargo, esta manera de situarnos en el mundo resulta un espejismo. El cosmos no se rige por el orden de la palabra, solo se sustenta en su verdad existencial sin necesidad de autoafirmarse. Es decir, la realidad no dialoga, no se expresa. Simplemente, es, y se manifiesta en riguroso silencio. Por eso, conocer implica entregarse al más hermoso de todos los posibles apocalipsis: para retirar el velo de la apariencia necesitamos usar nuestra capacidad de reflexión y despojarnos de aquellas creencias que se van dilucidando inciertas con el paso del tiempo.
¿Pero qué es la reflexión sino un retorno incesante sobre nosotros mismos? Para comprender al semejante, para alcanzar los misterios que rigen el universo, es imprescindible indagar, primero, en nuestra propia verdad, tanto la que nos define como individuos únicos e irrepetibles como en la común condición humana. Esta investigación exige apaciguar el impulso, sellar los labios y entregarse a la quietud para encontrarnos con nuestro silencio interior.
En esa búsqueda, el enmarañado ovillo de sentimientos e impresiones que sospechamos que nos define comienza a deshacerse en un hilo conductor. Una hebra de pequeñas verdades —sobre nuestro proceder, acerca de nuestras características y cualidades naturales, también alrededor de la visión del mundo que hemos adquirido por contexto social y cultural— que nos dirige a un conocimiento profundo, incluso cuando únicamente hemos raspado la superficie de la identidad. Aprendemos sobre los entresijos que implica existir en un entorno complejo, donde el caos es aparente y el orden, inmanente.
El silencio también nos ofrece la posibilidad de escuchar al semejante. La escucha no se limita a una trivial interpretación de los significados e intenciones de nuestros interlocutores; exige, para ser genuina, ir más allá de lo entendido. Cuando eliminamos el afán por interpretar aquello que estamos oyendo, el prejuicio queda atenuado. Un eficaz entendimiento con el otro nunca comienza con sedosas palabras que cautivan los sentidos, invocando nobles ficciones que engatusan la mente para manipular voluntades. En cambio, el silencio apuesta por la sinceridad. Esforzarnos por comprender al prójimo implica tomarlo en serio, y esta actitud nos entrega el más elevado de los obsequios intelectuales: reflexionar sobre opiniones y argumentos ajenos, enriqueciendo nuestra mirada y permitiéndonos corregir posibles errores de planteamiento en las ideas que albergamos.
Más que nunca, en una época dominada por el griterío incesante de las redes sociales, cultivar el silencio se ha convertido en un gesto de subversión y en un preciado don. Mientras millones de personas pugnan cada día por imponer su criterio a merced de palabreros y palabristas, quien apuesta por el silencio conserva intacta su capacidad para discernir y aspirar a ofrecer al mundo su versión más luminosa. Una capaz de tender la mano, de hallar compromiso en la generosidad, de alcanzar conocimiento y de ofrecer verdad.
David Lorenzo Cardiel