Emmanuel Mounier, un maestro fascinante

De Emmanuel Mounier (1905-1950), el fundador de la revista Esprit, suele olvidarse que murió a los 45 años, nel mezzo del camin de lo que en nuestros días puede considerarse una longevidad normal.
Aun así, llegó a ser —sin hipérbole— uno de los intelectuales más importantes de Francia y de Europa, conocido incluso en España a pesar de la barrera de los Pirineos. Carlos Díaz, incansable difusor del personalismo, nos presenta en este texto también al personaje.

Hoy queda muy poco de su personalismo comunitario en el mundo entero, dada la celeridad con que mutan las teorías y las prácticas, las personas y las sociedades, las ideas y las ideologías. Quiénsabe lo que quedará mañana en pie entre los hijos del olvido. Por de pronto, Karl Marx (1818-1883), hegemónico entre las izquierdas francesas de su época, ha desaparecido (recordemos que Mounier pasó su reclusión en la cárcel leyendo a Freud y que murió de madrugada infartado con un texto de Marx en sus manos). También ha sido borrada del mapa la izquierda intelectual católica. En todo caso, sería difícil decir si el personalismo comunitario de Mounier tuvo peor prensa entre los omnipotentes comunistas que entre las derechas católicas. A nadie sorprenderá que, a la vista del fracaso absoluto del comunismo, y en plena desbandada de los católicos, Emmanuel Mounier carezca de toda vigencia cultural en esta segunda década del siglo XXI. No sé de dónde habrán sacado tanto valor las modestas Presses Universitaires de Rennes, esa bella ciudad tranquila al noroeste de Francia, para proponerse publicar en breve plazo siete grandes volúmenes de la nueva edición científico-técnicamente impecable de las Oeuvres complètes, que renueva y amplía a fondo la agotadísima edición francesa en cuatro volúmenes, que tuvimos el gusto de traducir al español (Instituto Emmanuel Mounier), e igualmente muy agotada.

Vida y obra de Mounier fueron un noviciado maduro. Careció de psicología evolutiva, como si hubiera nacido
con un sentido denso, maduro y trascendente de la vida, a lo que hubieron de haber contribuido el entorno
familiar así como su ciudad Grenoble, que en aquella época tenía 85.600 habitantes, de los cuales 1.000 eran estudiantes de letras autóctonos y otros 2.000 extranjeros, lo que convertía a su universidad en la más importante de Francia después de la Sorbona de París, un poco como le ocurrió a la de Salamanca en sus mejores momentos. La gran estrella cultural de la ciudad era el catedrático de filosofía y discípulo de Henri Bergson Jacques Chévalier, galardonado maestro de Mounier dentro y fuera de Francia, al que su devoto joven discípulo adoraba. Desgraciado colaborador ulterior de Pétain en el régimen semi-nazi de Vichy, Chevalier negará rotundamente, hostilmente, la ayuda a Mounier cuando este vaya a la cárcel y sea clausurada Esprit.

Como modesto traductor de Mounier, fuerza es reconocer mi admiración por su escritura, pero también su dificultad literaria; uno no sabe de dónde sacaría tanto rigor léxico, en cuyo estilo se percibe desde el principio el fuego de Charles Péguy. Resulta difícil determinar qué admirar más de sus textos, si la precocidad, la seriedad, o la gravedad reflexiva, tan densa, tan fluida, y al mismo tiempo tan poética y tan trufada de frases lapidarias para almas inquietas. En cuanto al marco conceptual, ya sus primeros artículos ponen de relieve un gran dominio de lo que técnicamente se vino denominando pensamiento reflexivo francés, etiqueta que hoy también ha desaparecido de las universidades francesas, y no digamos de las españolas en las que nunca hizo acto de presencia. Obviamente, entre esos maestros no podía faltar Descartes, sobre el que trabajó duramente aquel primer Mounier.

Lo peculiar del cartesianismo mounieriano es su empeño por rescatar al racionalismo de Descartes del mecanicismo de su época, aunque el fundador del personalismo comunitario no tuviera nada de racionista o de racionalista esquemático. Era de la raza de aquellos que desarrollan y subrayan lo positivo de los demás, en este caso la acuciosidad, la honestidad, el buen trato con Dios, y la severidad de la obra del maestro de maestros francés, Monsieur Descartes. Quizá por eso resulte también Mounier un maestro fascinante, no sólo por su amor, sino
también por su amabilidad.

Apenas en julio de 1928, ¡a los 23 años!, obtiene prodigiosamente la segunda plaza en la oposición a agregado de filosofía, a la que acudieron autores como Sartre, que quedó fuera. Dos años antes, en 1926, aparece su primer artículo. En 1929 comienza a publicar en Après ma clase, revista de las Davideés, nombre extensible a todo miembro católico de la enseñanza pública, aunque también designara —con injusta imprecisión—a todo universitario espiritualista francés. En realidad, a quien define es a un nutrido grupo (unas 8.000) de maestras (“institutrices”) católicas de los Alpes Bajos, entre 1.600 y 1.800 metros de altura, que se reunían cuando la nieve lo permitía, unidas por la vida, la amistad y el magisterio a partir de 1931. El grupo, que supuestamente había “perdido la fe”, la reencontrará leyendo la obra de René Bazin Davidée Birot, “una mujer desconocida pero capaz de bien”.

En aquella situación de dura confrontación entre la enseñanza privada y la pública, entre la primaria y la secundaria, entre maestros católicos y laicistas, donde el ministerio de Cultura galo favorecía caciquilmente a los ya apoltronados como interinos (¿les suena esto algo a los docentes españoles de la década de 1980?), en aquella lucha les Davidées necesitaban una profunda formación reflexiva espiritual, y el joven Mounier no faltó a la cita con sus artículos.  Aquella colaboración literaria del jovencísimo autor cesó para dedicarse a la revista Esprit (1932), luego de haber renunciado a la cátedra, que nunca llegó a ejercer. Mounier necesitaba más espacio. No fue la obra de un burgués entre señoritas que se acercaban a la vida más o menos entre algodones sino, como en Unamuno, sentimiento trágico de la vida, aunque esto apenas sí se le notaba, porque vivía con un espíritu acampado con una inmensa alegría y una estela de santidad, si es que esta palabra puede decirse todavía hoy sin causar la irritación de nadie. La suya fue una biografía luminosa y una escritura tocada por el ángel.

Mounier nació en 1905, el mismo año que Jean Paul Sartre, tres años antes que Maurice Merleau-Ponty. Era el menor respecto de Jean Lacroix, y el mayor respecto de Paul Ricoeur. No tuvo la menor envidia, los menores celos, en el momento en que Sartre o Merleau-Ponty lanzaron su revista los Temps modernes. Saludó a la nueva revista, comentó su mensaje con fuerza, lo que no excluyó en la amistad la distancia, en el respeto mutuo.

En 1932 publica la revista Esprit el famoso programa Rehacer el Renacimiento. Era una sensibilidad moral en política. “El desorden nos choca menos que la injusticia”. No quedar nunca satisfechos mientras el mundo obrero, el universo de los menesterosos y de los sufrientes, no vea superada la humillación. Ese es el punto de vista de Montreuil, el de los reprobados, el que debe medir el avance o el retroceso.

Y aun así, subrayaba los equívocos que pesaban sobre el anticomunismo, las posibilidades que el marxismo tenía o no tiene de convertirse en escolástica determinista. Purificarlo todo, también el marxismo, porque el marxismo es
una herejía cristiana.

Con Esprit el cristianismo volvía a ser la religión de los pobres, Exigencia revolucionaria. Era el creyente que en el seno de un mundo muy diferente al de la cristiandad meramente burguesa reclama una comunidad de hombres libres. Julien Benda había denunciado la traición de los sabios, es decir, la
dimisión de los intelectuales, de aquellos que prefieren confiarse a lo irracional del sentimiento, de la intuición o de la acción: “el espíritu está harto de su exilio entre los sabios y los charlatanes”. Las descripciones de Mounier del hombre y sus condicionamientos no olvidan nunca ningún elemento: la base material, las mediaciones económicas, jurídicas, sociales, políticas, culturales, axiológicas. Ya estamos comprometidos, embarcados, preembarcados. La abstención es una engañifa.

Pero Mounier denunció también la traición de los activos. Condenó la acción que no es más que expansión de los nervios, mera agitación. Toda acción de este género es ciega, vana o malefaciente. La verdadera acción lleva a cabo el pensamiento; a la energía del querer añade la claridad del juicio. Según la fórmula de Bergson, hay que actuar como hombre de pensamiento y pensar como hombre de acción. Mounier ha preconizado un compromiso sincero, total, pues no concebía compromiso (engagement) auténtico sin simultánea retracción (dégagement), sin posesión de sí en el seno de la acción.

Hablaba poco, escuchaba: desencumbrado, abierto, disponible, empático. En París existían muchas salas de redacción, muchos redactores jefe, grandes redactores. Nada de tal en Esprit. Una decena de especialistas sobre los asuntos más diversos; antes, Mounier se documentaba. Dejaba explicarse a los especialistas y él se convertía en su alumno. Para dominar intercambios tan variados necesitaba una vasta cultura. Estaba lo suficientemente informado como para descartar lo que no hay que decir. No perseguía necesariamente un interés inmediato, un fin pragmático; el encuentro tenía valor en sí, el valor de encuentro. Se encontraban gentes que venían de todos los horizontes, de todos los ambientes, y que ejercían las profesiones y responsabilidades más diversas. Podían o no ponerse de acuerdo, pero se enseñaban mutuamente.

Presidía; no hablaba más que para dar la palabra, para volver a centrar o relanzar la discusión. No solamente no se ponía en plan de vedete, sino que se abstenía de elevar la voz. Intervenía con una palabra, con un gesto, con un parpadeo. Y tenía, pese a tan débiles medios, una autoridad total.

 

Carlos Díaz Filósofo, fundador y presidente del Instituto Emmanuel Mounier.

 

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