Con motivo de la publicación de su libro Como el aire que respiramos. El sentido de la cultura (Acantilado, 2022), el catedrático de Teoría de la literatura y Literatura comparada Antonio Monegal (Barcelona, 1957) ha sido galardonado con el Premio Nacional de Ensayo 2023. Nos encontramos con el autor para profundizar en su libro y hablar sobre memoria, identidad, utopías, en definitiva, sobre cultura.
El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, en su primera intervención como ministro, hizo referencia a Montserrat Roig al decir que “cultura es el aire que respiramos”.
Para mí, la referencia al aire no es sólo una referencia a la necesidad sino también a la invisibilidad. Estamos tan familiarizados con lo que representa la cultura que no reconocemos la importancia que tiene. Cuando alguien dice que no le interesa la cultura, quiere decir que entiende por cultura una cosa muy delimitada. En el libro quiero hablar del aspecto más inclusivo de la cultura. La idea de que la gente ve la cultura como una cosa extraña se basa en un problema de definición. Detrás del título hay una voluntad muy explícita de decir que cultura es todo. No hay escapatoria de la cultura.
Sólo en la medida en que veamos que la cultura es el espacio de lo común, entenderemos que también es el espacio de la política. La cultura es construcción de imaginarios, la configuración ideológica, la base de las identidades, etc. Este era el gran reto, que ya abordó Raymond Williams y consiste en intentar juntar una visión de cultura restringida, que es percibida como minoritaria, con una visión de raíz más antropológica, inclusiva, amplia, abarcadora y política.
En la actualidad vemos cómo las extremas derechas, cuando llegan a espacios de poder, llevan a cabo medidas que tienen que ver directamente con la cultura, retirando revistas, censurando obras de teatro, destituyendo a directores de centros de arte…
Es lo que yo llamo la utopía reaccionaria. Según ellos, a la hora de pensar cuál es el futuro deseable, este consiste en volver hacia atrás, a una sociedad étnicamente más homogénea, con familias más tradicionales, una sociedad con los roles de género perfectamente precisados, donde los inmigrantes no amenacen los valores tradicionales, etc. Queda muy claro si uno mira dónde entran a atacar en las políticas culturales. En primer lugar, a la memoria colectiva. Las políticas de la memoria tienen un sustrato fundamental en la producción cultural. Manipulando la memoria, se manipula la configuración de la visión social. El otro frente son las políticas de género. Pienso que la teoría del género de Judith Butler introduce una herramienta para reconocer que no todo es tan sencillo. No estamos en un mundo binario, hay una variedad de opciones posibles, de identidades y de deseo. Lo que incomoda particularmente es el reconocimiento de que esos roles son una construcción cultural.
La cuestión de la complejidad atraviesa todo el libro y también la invitación de atender más a los procesos y la hibridación que a la obra o a la identidad.
No hay una cultura pura, como no hay una identidad pura. Nadie está constituido por una línea, una filiación única, impecable, intacta. Todos los fenómenos culturales en los que vivimos se alimentan del mestizaje. Esto es muy importante en una sociedad que ya no es homogénea. Estamos en un momento en que la consecuencia política de no reconocer la diferencia en nuestra política nos impide una cosa tan importante como la aceptación y la empatía hacia el otro. La particularidad de este mundo común es la cultura, que nunca es estático, son fuerzas en tensión, hechas de los individuos, de los procesos históricos, de los grupos. Las fuerzas de los campos magnéticos son más difíciles de pensar que las unidades, pero pensar la relación es un reto que tiene unas consecuencias enormes en la gestión de lo común.
Y que además son fuerzas invisbiles.
Exactamente. Hay también un tema que para mí es clave en esto que estamos discutiendo y es la educación. Para mí el tema importante es que las humanidades no son una forma de especialización, son simplemente una manera de colocar la preocupación por el ser humano en el centro del debate. La desatención y el menosprecio de estas cuestiones quiere decir que hemos dejado de colocar al ser humano en el centro del debate. Colocamos ahí la tecnología o el dinero y eso tiene un efecto educativo devastador, como ocurre en países como Estados Unidos. Allí, la enseñanza universitaria es muy cara y la inversión en los estudios hace que se desincentive, que no se estudien cosas que después no tendrán una gran rentabilidad económica para pagar esa inversión. El Estado mismo suscribe esto cuando dice que hay que enseñar competencias que sean útiles para el mercado del trabajo. De esa manera estamos formando gente que carecerá de los instrumentos para abordar las dimensiones estrictamente humanas de los problemas que estudie, ya sean médicos, arquitectos o gente que se dedique a diseñar la inteligencia artificial.
Algunas de las preocupaciones de este ensayo son de carácter práctico, que surgen con su participación en el Consell de la Cultura de Barcelona, entre 2009 y 2013.
Cada vez que se entraba en un debate sobre la defensa de la cultura se decía lo mismo: “no nos vamos a entretener en intentar definir qué es cultura, por- que entonces no tendremos tiempo para hablar de lo demás”. Si no nos ponemos de acuerdo en qué es cultura, no sabemos qué estamos defendiendo. Además, las únicas defensas que se encontraban eran defensas utilitaristas, considerando la cultura como motor económico o como instrumento de cohesión social. Esto era aceptar de entrada una derrota, porque se defendía la cultura por sus efectos secundarios. Mi preocupación era cómo entrar en ese debate abordando el problema central. Antes no había esta desconfianza, sino un consenso de que se tenía que invertir en cultura que, con la crisis económica de 2008, se hundió. En este momento los gestores culturales tienen que rendir cuentas y se les piden indicadores. Esta cuantificación de la cultura es perversa y es contraria a su razón de ser. Como dice Pierre Bourdieu, en cultura menos puede ser más.
Todo esto resuena con la tendencia de intentar someter la cultura al cálculo y a un criterio utilitarista, pero retoma ahí a Georges Bataille, que sostiene que lo humano está del lado del exceso.
Como argumenta el libro de Nuccio Ordine La utilidad de lo inútil (Acantilado), la cultura es útil porque no es utilitarista. Es decir, aquello que no está al servicio de una utilidad concreta es aquello que necesitamos. Mi libro es un libro activista, no es puramente descripción. La gente tiene que tener a su disposición los instrumentos para enfrentarse a los retos que tiene por delante. Para poder actuar en el mundo hay que entenderlo. Estamos en un horizonte de simplificación y con instrumentos burdos no abordaremos problemas delicados. En esta especie de horizonte distópico domina el mensaje de que no hay alternativa, pero sí hay alternativa. Yo diría, incluso, que da igual si vamos a conseguir el cambio o no porque el intento es ya un imperativo ético.
Mark Fisher hacía referencia a la sensación de desesperanza en la sociedad contemporánea por la imposibilidad de imaginar una alternativa, esta idea de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Siempre se pone el acento en “el fin de”. Yo creo que el acento hay que ponerlo en la palabra “imaginar”. Me gusta mucho el último libro de Marina Garcés, El tiempo de la promesa (Anagrama), y la promesa no como una cosa que tenga una garantía de éxito. La promesa es un gesto de voluntad que se proyecta hacia el futuro y que se compromete con él. Hay un problema de salud pública muy grave que tiene que ver con la desesperación de los jóvenes por esta cancelación del futuro. Una de las cosas que comento en el libro es que la cultura ayuda a vivir. Si yo puedo imaginar, si yo tengo modelos mentales, encuentro un lugar en el que anclar mis aspiraciones, mis deseos y luchar contra la desesperación. Cuánta gente no se ha matado porque ha encontrado en la música o en la poesía unas respuestas a sus necesidades. Y eso no se puede medir. Se puede medir cuánta gente se ha matado, pero no se puede calcular cuánta gente no se ha matado porque ha encontrado un sentido a su vida.