Eric-Emmanuel Schmitt

Escritor, dramaturgo y director de cine, particularmente renombrado por dos de sus películas, El señor Ibrahim y las flores del Corán (2003) y Cartas a Dios (2011), de origen alsaciano (1960) pero actualmente de nacionalidad belga. A los veintiocho años, en el desierto de Argelia, tuvo su experiencia fundante, llamada por él la experiencia de fuego. Contratado para hacer de guionista de una película sobre Charles de Foucauld, se extravió una noche durante una expedición en la región del Hoggar, en el sur del desierto argelino. Fue la noche del 4 de febrero de 1989. Se vio obligado a hacer un “sarcófago de arena” para protegerse del viento y del frío en un entorno hostil y bello a la vez, donde «las estrellas parpadeantes estaban tan cerca que podría haberlas tocado». Consciente de los peligros que le acechaban, a pesar del frío y del miedo, intentó dormirse hasta que, de pronto, sintió una fuerza inmensa, una especie de calor, que le envolvió y que le invitaba a abandonarse, a nacer por segunda vez. En aquel momento, una frase invadió todos sus pensamientos: «Todo está bien». Al día siguiente encontró al grupo con una fe completamente nueva y una paz profunda que aún hoy le habitan. Esta conmoción le confirmó su vocación de escritor y le dio el coraje para dejar su profesión de enseñante. Todas sus obras tienen este trasfondo místico-religioso, aunque expresado de un modo poco convencional, tal como la novela El evangelio según Pilatos, en la que Jesús resucitado va en busca a Pilatos. No fue sino mucho más tarde cuando dio a conocer al gran público el origen de su fe a través de una novela autobiográfica, La nuit du feu (2015).

Me inundó una confianza extrema, la certeza de que todo tiene sentido y que tenía que admitir lo Incomprensible. Una sensación que todos tenemos en la infancia: para el niño, el mundo es misterioso, pero confía. La fe es volver a encontrar este sentimiento y la alegría es volver a encontrar esta fe.

Presencia. ¡Todo está bien! No se puede decir más. Esta energía inquebrantable, indomable, que actúa en el universo, me absorbe. Recibo mensajes de ella… ¿Cómo? ¡Qué difíciles son! No para captarlos, pues se imponen por sí solos, sino para transcribirlos utilizando el lenguaje. Las palabras, estas pobres palabras, no ofrecen una vía a lo que experimento.

Las palabras han sido inventadas para el comercio humano, para describir el mundo visible, no el invisible, para lo ordinario, no para lo extraordinario. Así pues, no disponemos de palabras para describir un encuentro con Dios, una experiencia mística, «una noche de fuego». Incluso la misma palabra «Dios» es metafórica. Este término ha designado unas representaciones que no tienen nada que ver con lo que yo entiendo cuando digo «Dios». De entrada, la palabra «Dios» ha descrito el término «dioses» en plural. No existía ninguna relación con un Dios único. Luego, esta misma palabra «Dios» puede, para algunos, designar a una persona, para otros, una fuerza, para otros todavía, puede referirse a un principio. En verdad, es una moneda que ha sido muy utilizada y de la cual también yo me sirvo, porque no he encontrado otra mejor. Solo trato de dejar la traza de mis dedos sobre ella. Ninguna palabra es adecuada ya que todas son humanas y remiten a la experiencia humana. Las palabras no contienen el sentido de la trascendencia. Así pues, hablar de Dios o hablar de una experiencia mística solo se puede hacer desde el orden poético.

La creencia es radicalmente diferente de la ciencia. No las confundiré. Lo que sé no es lo que creo. Y lo que creo nunca se convertirá en lo que sé. En nuestro siglo, en el que, como en el pasado, se mata en nombre de Dios, es importante no confundir a los creyentes con los impostores: los amigos de Dios siguen siendo los que le bus- can, no los que hablan en su nombre y dicen haberle encontrado.

 

Javier Melloni, teólogo y antropólogo

 

Créditos imagen: Fotografía de Nicolas Duprey, 2021, bajo licencia Creative Commons

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