A partir del momento en que los seres humanos, atónitos, se descubren mortales, el tiempo se acelera y muda en un bien finito. La vida anterior a esa fúnebre revelación se llama a menudo infancia, tiempo sin muerte. Esa conciencia del límite temporal es un peso que anonada pero también, y quizá sobre todo, estimula el espíritu. El primordial impulso creativo es esa ingeniosa invención humana del narrarse, del contarse cuentos y jugar con las palabras para celebrar la vida y domesticar el miedo a su acabamiento.
El verbo está en el principio. Con el lenguaje se origina una fantástica saga de dioses y sus correlativos paraísos, esa gran narración original de todas las religiones del libro. Los paraísos han tenido siempre un gran atractivo para los mortales, incluidos los fiscales. El humano en su baldía revuelta contra la finitud del tiempo ha discurrido ingeniosas tecnologías para atenuar su vulnerabilidad. Me centraré aquí solo en una: el libro, como caja de caudales civilizatoria que contiene la memoria de los que nos fundaron como especie.
Sostengo aquí, desde una inmodesta subjetividad, que las condiciones de producción de la vida en la actualidad van oscureciendo esa luminosa facultad del lenguaje, arrinconando el uso de la razón y del pensamiento discursivo, renunciando así, con el concurso de las redes sociales, al poder abstractivo del pensamiento y a la inteligencia creadora. Hoy, los sistemas educativos se vacían a menudo de las exigencias de la mejor tradición humanística, para modernizarse digitalizando cuatro banalidades mercantiles y dos recetas de manual de autoestima. Se está conceptualizando imperceptiblemente un autoritarismo cognitivo, amplificado por la inmediatez viral, que alcanza a las masas cotidianamente, inmersos desde su primera socialización en sus propias obras maestras: la ceremonia del gol, la mugre mediática y el adiestramiento en el odio.
La lectura en efecto va camino de ser una conducta en extinción y el privilegio de los happy few que huyen del ruido, la velocidad, el avasallador nihilismo narcisista y la fealdad imparable de los patéticos botellones, hijos legítimos de un compulsivo consumismo capitalista. Sánchez Ferlosio señaló esta furtiva filiación: “No despreciéis el poder de la fealdad porque es la puerta de la estupidez y esta lo es a su vez de la maldad”.
Lo bello, lo justo y lo verdadero son asuntos que la posmodernidad desprecia.
No se trata ahora, creo, de retomar aquella receta defensiva de “animar a leer”, sino de pasar al ataque, de reivindicar de frente la idea ilustrada de construcción de ciudadanos inteligentes. Urge la vuelta de los autores clásicos, los eternos mediadores de referencia, que acerquen al espíritu maestros, palabras y libros. Rearmar las instituciones que mediaban en la socialización, empezando por la escuela. Enseñar a pensar por sí y para sí como carril de retorno a una realidad que las pantallas maquillan u ocultan. Les doy un dato: solo el 8’7 % de los jóvenes de 15 años de todos los países de la OCDE son capaces de distinguir un dato de una opinión. ¿Ciudadanos críticos? Aprender a leer y a hablar bien es esencial para eludir las tentadoras inercias del yo, la creciente hegemonía de lo afectivo, la noria de las identidades o la sacralización de las pequeñas diferencias.
Pensar con criterio propio puede tener causa en ese leer tras haber leído con pausa y deliberación.
No hay que olvidar que, a la postre, lo que marca el territorio del mundo y también sus confines es todavía, y digo todavía, el Lenguaje: hablar mucho y hablar bien sazona el pensamiento, alumbra la razón, enciende el alma y nos hace responsables. Y leer mucho, variado y bueno es la más solida brújula para orientarse en un mundo que avanza sin alma ni cabeza. En corto: o luces o tinieblas.
Volver la mirada a los muchos y buenos libros y al esforzado juego de las artes es hoy el más jugoso acto revolucionario: negarse a vender el alma humana por un plato de dudosas mercancías. En los buenos libros hay un tesoro: la palabra acumulada de todo los tiempos que puede hacer dignos y libres a los humanos; y las artes nos susurran al oído los mejores cuentos para despertar sin miedo a la vida y para marchar serenos al gran sueño. Reapropiarnos de la mirada, la atención y la voluntad. Eso significa leer, leer, leer.
¿Animación a la lectura? Basta con volver a leer. La lectura es en sí misma, literalmente, animación: inocula alma al lector, amplía los contornos de su vida vivida, fortalece su temple moral, a veces aumenta su dolor pero también muscula de su conocimiento y, por último y principal, lo vacuna contra el desamor, el odio y la violencia, esos mutantes virus del siglo. ¿No nos bastaría con esto?
Por Fabricio Caivano.