Artículo publicado en el N.º785 (Ene-Feb 2021)
El gran cronista de la España decimonónica fue Benito Pérez Galdós. En sus novelas aparecen toda clase de tipos humanos. Entre ellos, claro está, también los creyentes, sacerdotes o laicos. Lo mismo pueden ser fanáticos, acomodaticios o liberales. Está claro que la simpatía del escritor, hombre progresista, es más para estos últimos. Aunque Galdós, más que las ideas, admira la autenticidad, la intensidad en la vivencia de la fe, sobre todo cuando, más que una lucecita tenue, es una intensa llamarada.
En la década de 1890, la religión está muy presente en su ciclo “espiritualista”, donde encontramos títulos como Nazarín o Halma. Todos ellos conectan con la tendencia de la época a buscar un cristianismo más fiel al Evangelio, opuesto a la connivencia con el poder. Nazarín es un sacerdote por completo insólito, mezcla de Quijote y Jesucristo. Vive en la pobreza más absoluta, siempre dispuesto a compartir lo poco que tiene, en medio de la despreocupación más olímpica por los bienes materiales. Sabe que Dios proveerá lo poco que necesita, mientras libra un combate contra los deseos humanos que recuerda poderosamente al budismo. De esta forma, se alza en rebeldía contra las convenciones de “lo que llamamos civilización”. Si fuera por él, buscaría un trabajo para subsistir. De vivir en el siglo XX sería, tal vez, un cura obrero. Pero estamos en el XIX: a un sacerdote vestido con sotana no lo van a tomar en serio en el mundo laboral.
Dos mujeres le acompañan, Ándara y Beatriz, trasunto de la Magdalena y la Beatriz del Nuevo Testamento. Le siguen porque les mueve su infinita bondad, una fe que se traduce en actos radicales, no en simples palabras. Son muchos los que piensan que un cura semejante solo puede ser un loco, pero… ¿No será que él, a diferencia de los que solo son cristianos por convención social, sí se toma en serio a Jesucristo? Sus profundas convicciones le empujan a vivir su religión a través de una forma libérrima, a una distancia sideral de tantos colegas mediocres que viven el sacerdocio como un funcionariado. No son malos, tampoco buenos.
Para construir un personaje así, Galdós bebió de distintas fuentes. Su Nazarín tiene algo de anarquista por su absoluto desprecio a la propiedad, que le parece una vanidad inventada por el egoísmo. Para él, nada es de nadie. Los bienes de este mundo deben estar a disposición del primero que los necesita. Por otra parte, cada vez que sufre un trato injusto, pone la otra mejilla sin dudar. Esa actitud recuerda vivamente a Tolstoi, el gran escritor ruso, y su doctrina de la no resistencia al mal. Nuestro sacerdote piensa que debemos hacer como Cristo, entregarnos indefensos a nuestros enemigos. Pero, sin duda, la mayor deuda de Nazarín es con la mística española del Siglo de Oro. Con Teresa de Jesús, con Juan de la Cruz, y sobre todo con Miguel de Molinos, el místico del siglo XVII que propugnaba el quietismo, al que Galdós profesaba una enorme admiración.
Atraída por su fama de santidad, Catalina de Artal querrá conocer a Nazarín en Halma, otra novela donde la ortodoxia teórica se funde con la rebeldía práctica. Catalina, la protagonista, es una aristócrata que desea invertir su fortuna en su castillo de Pedralba. ¿Su objetivo? Crear una comunidad agrícola de vida monástica. De esta forma pretende aliviar la miseria de los desfavorecidos. Cuenta, para ello, con la ayuda de Nazarín, al que tiene en calidad de recogido porque casi todo el mundo duda de la salud mental del buen hombre.
Con su iniciativa, Catalina busca escapar de un mundo que le parece mezquino. En ese momento no es consciente del valor revolucionario de su gesto. ¿Un grupo de seglares que vive bajo la autoridad de una mujer? Eso es más de lo que la Iglesia puede admitir, por lo que enseguida hay disputas para ver quien lleva la voz cantante en Pedralba. Se da por supuesto que el liderazgo debe estar en manos de una “cabeza masculina” que ha de ser, por supuesto, la de un eclesiástico. La protagonista se resiste a permitirlo porque, aunque está lejos de ser una feminista, su actuación tiene mucho de lo que hoy se denominaría “empoderamiento”.
¿Cómo evitar que Pedralba quede al margen de intromisiones ajenas? Nazarín da con la solución perfecta: si Catalina se casa con su primo, José Antonio de Urrea, una de las almas perdidas a las que ampara, no tendrá necesidad de ningún reglamento para su comunidad. Simplemente vivirá en su casa, con su familia, sin tener que rendir cuentas de a quién protege. En esto, Galdós se muestra muy moderno. Su heroína, gracias a Nazarín, entiende que su futuro no pasa por la soledad de la mística sino la fundación de un hogar. Es decir, la vida seglar también es un camino tan válido de perfección cristiana como la vida religiosa. Despreciar lo humano en beneficio de lo espiritual equivale a despreciar la obra de Dios.
El ciclo “espiritualista” se cierra en 1897 con la publicación de El abuelo, novela que José Luis Gardí llevaría de forma espléndida a la gran pantalla. Para Galdós, lejos de lo que pregonaban los integristas, el catolicismo más ortodoxo es del todo compatible con la ideología liberal. Esta es la tesis que defiende a través del personaje del prior de Zaratán, Baldomero Maroto. Su nombre refleja, de manera simbólica, el espíritu de reconciliación, al aludir al general liberal y al general carlista que protagonizaron el Abrazo de Vergara. Él representa un “enlace entre las ideas que pasaron y las vigentes, siempre dentro del dogma”.
De esta manera, nuestro escritor parece decantarse por una tercera España, más allá del clericalismo y el anticlericalismo de las otras dos. Él, no obstante, ganó fama de enemigo de la Iglesia por Electra, una obra teatral en la que atacaba el poder fáctico de la Iglesia. En realidad, su crítica no va dirigida contra la religión como tal sino contra el fanatismo y la intolerancia. Su idea de la fe es tan abierta que puede pasar, incluso, por un precursor del ecumenismo gracias a Gloria, una novela en la que ataca con dureza los prejuicios contra los judíos. Lo que importa de las distintas religiones no es la doctrina que las separa, sino la ética que poseen en común. Para Galdós, la España de su tiempo debe liberarse del lastre de la intransigencia. Solo así se alcanzará una fe viva en el interior de los corazones en lugar de un catolicismo superficial.
Francisco Martínez Hoyos es historiador.