Garabatear: arte y aparte

«Componimenti inculti”, los llamaba Leonardo da Vinci, mientras Pablo Picasso estaba tan fascinado por los de los niños que llegó a decir que le hizo falta toda una vida para aprender a hacerlos. Son los garabatos, una práctica gráfica muchas veces experimental y preparatoria, otras anárquica y liberadora que ha acompañado desde siempre la creación artística y a la que la Academia de Francia (Villa Médicis) en Roma y el Museo des Beaux Arts de París dedican la exposición Gribouillages/Scarabocchi. De Leonardo da Vinci a Cy Twombly que tras su periplo italiano se inaugura el próximo mes de octubre en la capital francesa.

Gribouillages es un recorrido por más de 300 obras, desde los artistas del Renacimiento a los grafiteros, que descubre un lado escondido de la creación artística e invita a cambiar el punto de vista del espectador: del cuadro a su reverso, del taller del pintor a las paredes, del dibujo a las anotaciones al margen. Un camino de siete siglos que no respeta el orden cronológico y yuxtapone Miguel Ángel a Basquiat y Pontormo a Jean Dubuffet, poniendo en tela de juicio la definición de clásico y de contemporáneo, de obra de arte y de documento histórico para colocar en el centro la práctica, o el placer de garabatear.

Ya la etimología de garabatear encierra en casi todas las lenguas un elemento visual, es un voltear, en castellano, el griffoner francés que nos enfrenta al legendario grifo, la maraña desordenada del garbuglio italiano y la connotación fisio lógica del schiccherare, una diarrea o el rastro pegajoso de las babosas, citado por Bocaccio en la historia del infeliz pintor Calandrino. Y si el scarabocchio, el título italiano de la muestra, es la palabra utilizada para designar los primeros intentos de escritura de los niños, el griego skarabos (escarabajo) es la forma de los borrones que manchan las páginas. Así pues, los garabatos están vinculados tanto a lo mágico cuanto a lo más terrenal, animal e infantil. Son el magma del que se desprenderá su pariente más noble, el bosquejo, pero sin el cual no habría visto la luz.

Las palabras de Leonardo da Vinci sobre la observación de las “sucias manchas” de los muros que esconden “paisajes, figuras de batalla y rápidas acciones” causó al surrealista Max Ernst una “obsesión insoportable” gracias a la cual descubrió el frottage (la técnica que consiste en frotar un lápiz sobre un papel superpuesto a un objeto). “Un día lluvioso —escribe— en un hotel a orillas del mar me sorprendió la impresión que ejercía sobre mi mirada irritada el suelo, cuyas ranuras se habían acentuado a causa de innumerables lavados. Decidí entonces interrogar el simbolismo de aquella obsesión y (…) saqué de los tablones del suelo una serie de dibujos, colocando sobre ellos, al azar, unas hojas de papel que froté con el lápiz”. Leonardo, cuya gráfica es en buena parte un revoltijo del que emergen aquí y allá infinitas piernas y manos, cabezas y armaduras, propugna que la mano del pintor divague como su mente y no atribuya de inmediato forma humana o animal a lo esbozado en el papel porque en “las cosas confusas el ingenio se despierta a nuevas invenciones”, comparando el devenir de la composición pictórica con el borrador de la obra literaria, en el cual el escritor añade, suprime, tacha y corrige. Es lo informe que camina hacia la forma, como afirma Alechinsky en su Lettre 44: “En el tintero de China duerme el textoque yo espero a veces escribir“ y en los lienzos son “las rayas, los cambios de idea,las manchas y también las desapariciones lo que configura una parte visible de lo invisible”.

La exposición dedica amplio espacio al carácter irreverente del garabato. El Tríptico de la Madona salido del taller de Giovanni Bellini esconde en el reverso una serie de inquietantes figuras, como la de un obispo que nos contempla con ojos desorbitados y sonrisa diabólica. En las paredes de la sacristía de San Lorenzo en Florencia, Miguel Ángel y sus ayudantes se entretenían, como narra Vasari, en dibujar con carboncillo fantoches, personajes narigudos y seres con cabeza de gallina, al lado de estudios anatómicos. Y en los años en que pintaba la bóveda de la Capilla Sixtina, al lado del soneto que envía a su amigo Giovanni di Pistoia, versificando con ironía los dolores de espalda que le acarreaba la postura, se autorretrata, encogido y con la mano levantada hacia un Dios que todavía es un amasijo de pelo. Picasso rodea un estudio de figura para un arlequín de cabecitas caricaturales de sus amigos: Paul Fort, Jean Moréas y sobre todo Guillaume Apollinaire que declamaba poesía mientras el pintor trabajaba.

En el Renacimiento los monigotes infantiles daban fe del futuro talento de sus autores. Leonardo los estudia atentamente y reconoce la diferencia entre los que repiten siempre el mismo patrón y los que se aventuran a dibujarlos de varias posturas. Vasari cuenta que Filippo Lippi estudiaba poco y en cambio llenaba sus cuadernos de monigotes y Miguel Ángel embadurnaba las paredes hasta que su padre, exasperado, decidió mandarlo al taller de Ghirlandaio. De esta “infancia del arte” habla también la muestra, analizando los garabatos infantiles como contrapunto del modelo académico. El renacentista Giovanni Francesco Caroto se ríe de la idealización del arte —y de los artistas— en un retrato de adolescente que muestra divertido un folio con un monigote. El pintor podría aludir a su propia ineptitud, ya que el joven es pelirrojo y el apellido del autor significa en italiano zanahoria.

A mediados de los años 60 el danés Asger Jorn, del grupo CoBra, encuentra en un mercadillo un cuadro del siglo XIX, el retrato de una niña vestida de blanco y con saltador. Lo compra, planta en el rostro de la modelo un par de bigotes y hace del fondo una pizarra en la que escribe con tiza blanca (sic) “L’avangarde se rende pas” (La vanguardia no se rinde). Así resignificado, el cuadro —póster de la exposición— se vuelve manifiesto. La niña juiciosa desafía ahora la mirada del espectador, invitándole a ser cómplice de su pronunciamiento. Otro monigote, el de Pére Ubu creado por Alfred Jarry basándose en los dibujos que hacía de pequeño en los pupitres, se transforma en caricatura y denuncia de Franco en las series Ubú de Joan Miró.

En las paredes de los talleres de los artistas contemporáneos pululan garabatos y bosquejos, basta pensar en los de Lucien Freud o Francis Bacon o en los enmarcados por Alberto Giacometti en la célebre foto de Inge Morath. Las de los renacentistas no han llegado hasta nosotros, pero sí los folios que intercambiaban maestros y ayudantes. El papel era caro y se aprovecha con avaricia, las hojas son un laberinto de sugerencias, replanteamientos y divagaciones. Los minuciosos estudios de ropajes de Bronzino y Pontormo están rodeados de desnudos. Miguel Ángel dialoga con los aprendices de su taller florentino en los folios de trabajo, les enseña los rudimentos del dibujo y anota allí las correcciones, mientras las líneas se ondulan o se transforman. “Andrea, ten paciencia”, anima a uno de ellos, añadiendo cabecitas grotescas a sus palabras. En el reverso de la Pala Gozzi de Tiziano, medio centenar de cabezas, de frente y de perfil, grotescas o cuidadosamente esbozadas atestiguan el trabajo conjunto del taller. Los márgenes de los folios se recubren de primeras pruebas con pluma o carboncillo. Todo ello deja entrever el proceso de la creación artística, su ir y venir hasta llegar al modelo deseado y las transformaciones, inesperadas como relámpagos, que lo jalonan, así como los momentos de pura divagación del artista, como en el caso de Delacroix que orla las primeras pruebas de imprenta del Fausto de elefantes, leones y soldados que no tienen relación alguna con la escena representada.

La última sección se abre con el fotógrafo Brassai, “el ojo de París”, como lo llamaba Henry Miller, que inmortaliza la “llamada del muro”, es decir la atracción irresistible de pintarrajear o escribir que han ejercido las paredes desnudas sobre el género humano en todas las épocas, desde las de las casas de Pompeya a las de los baños de los bares franceses. Una llamada casi siempre insolente, desvergonzada y perseguida. Jean Genet en su cortometraje Un chant d’amour, filma los dibujos eróticos de una cárcel y los que cubren los brazos del recluso, garabateando los títulos del final en tiza blanca. Cy Twombly utiliza los folios como si fueran paredes y mezcla citas de Homero con símbolos fálicos, iguales a los de los revoques conservados en los archivos del tribunal del Gobernador de Roma que servían de prueba en los procesos por difamación. Jean Dubuffet en su Pisseurs au mur,donde las manchas de orina se integran con los grafiti ciudadanos deja constancia del carácter vandálico y transgresor del arte parietal.

Jean-Michel Basquiat, “el chico radiante”, con el que concluye “Gribouillages” firma a toda prisa, para escapar de la policía, sus primeros grafitis con la sigla SAMO (Same Old Shit) haciéndose espejo de la incertidumbre y el descontento de los transeuntes y cuando en los años 80 pasa de las calles y el metro al lienzo, lo trata como un solar. Tacha las frases que escribe para que llamen todavía más la atención, como todo lo censurado y evidencia palabras como colonialismo, mientras se autorretrata como un pintor renacentista, esperando un Renacimiento afroamericano, en el que las manchas negras se expanden cada vez más sobre una superficie blanca.

Teresa Bustelo, periodista

 

Créditos de la imagen: Asger Jorn, L’Avant-garde se rend pas (serie «Modifications»), 1962. París, Centre Pompidou / MNAM-CCI, inv. AM 2006-700 © Donation Jorn, Silkeborg / Adgp, Paris, 2022 / Centre Pompidou, MNAM-CCI, Dist. RMN-Grand Palais photo: Georges Meguerditchian

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