Haití: ¿Cuánto vale una vida?

Haití Cuánto vale una vida

Artículo publicado en el N.º788 (Jul-Ago 2021)

Derriere morne gin morne.

(‘Detrás de la montaña hay otra’, proverbio haitiano).

Era evidente que estaba muy enferma. De unos doce años, muy delgada, con una gran sonrisa pero ahogándose al mínimo movimiento. Yo y Jasmin, mi ayudante, la estiramos sobe la camilla que tenía en el despacho del hospital Albert Schweitzer en una zona rural de Haití, siempre lleno de pacientes que se presentaban sin interrupción a todas horas. Después de una breve charla con la madre, la examiné. Ausculté un soplo sistólico intenso en el área de la válvula mitral que irradiaba a la axila izquierda y a la espalda. La madre me comentó que la niña hacía años que respiraba con dificultad, que cada día estaba peor, y que apenas podía caminar por falta de aire. Concluí que padecía una lesión de la válvula mitral, seguramente de origen reumático. La cirugía era el único remedio ante esta patología tan avanzada: colocar una prótesis y que la sangre pudiera fluir normalmente.

Y ahora qué podíamos hacer… ¿Que volviera a casa montada en el burro a su aldea perdida entre las montañas? Esto, sin ninguna duda, era condenar a Marie France a morir en poco tiempo. Empecé a cavilar y cuando llegué a casa me puse a escribir a mis antiguos colegas del hospital Clínico de Barcelona. Al cabo de unas pocas semanas el cirujano cardíaco me contestó (el correo postal nos llegaba desde Florida en avioneta, una vez por semana): hazle las pruebas indicadas, me envías los resultados y si la traes la operaremos y no os costará nada, pero necesitaremos una persona que la atienda durante su estancia hospitalaria.

La propuesta era atractiva, pero nada fácil de llevar a cabo. ¡Dar una nueva vida a una muchacha enferma, prácticamente resucitar a un muerto! Sí, ya sabía que como ella había muchos que morían diariamente de enfermedades curables y que allí no se podían tratar, ¡pero yo no los conocía! Marie France había entrado en mi consulta y yo me sentía responsable de aquel viaje, casi impo- sible, hacia un mundo desarrollado y un bienestar de blancos ricos… Fuimos a la capital y la ecografía hecha por un cardiólogo conocido confirmó mi examen: una insuficiencia muy importante de la válvula mitral. Gran parte de la sangre, una vez oxigenada, no llegaba a la aorta porque retrocedía y no se distribuía por el cuerpo: no era nada extraño que la enferma se ahogara al efectuar cualquier movimiento. Después de numerosos viajes a la ciudad y de rellenar un sinfín de documentos, conseguimos un pasaporte, un visado y un billete de avión. Hicimos juntos el viaje a Santo Domingo, pasamos la noche en casa de los familiares de mi colega Sixto y yo no marché antes de verla subir (con ayuda) por la escalerilla del avión. ¡Pocas horas después estaba de vuelta! La dificultad era que el vuelo a España hacía siempre escala en Miami. Pude darme cuenta de que a pesar de tener todos los papeles en regla, no es nada fácil el tránsito a un país rico para un pasajero de pocos medios nacido en uno pobre. La compañía aérea la había separado inmediatamente de su acompañante y la había embarcado de vuelta, mien- tras mi esposa Tere esperaba angustiada en el aeropuerto de Barcelona. Sobran más detalles de esta odisea aérea, de fronteras y de oficiales rígidos e inamovibles, pero después de varias tentativas lo conseguimos.

Llegada a Barcelona al cabo de pocos días, ingresó en el hospital y fue operada. La intervención se pro- longó y el cirujano luego nos confesó: “Porque sois vosotros y conozco los esfuerzos que os ha costado, pero ha sido un caso muy arriesgado”. Todo fue bien y pasó muchos días en la UCI cuidada por Tere. No puedo olvidar al colega que nos echó en cara nuestras diligencias y sinsabores, y que durante la visita nos dijo: “Con el dinero que habéis gastado con esta chica podríais haber vacunado a miles de niños en el Tercer Mundo…”. Cuando mejoró un poco, Tere le preguntó si quería una muñeca. No, no, ¡quería una serpiente! Y damba- llah (una serpiente blanca que representa a un espíritu del firmamento vudú) permaneció en la UCI muchos días haciéndole compañía, inmóvil y vigilante sobre la almohada de Marie France. Recuperándose, pasó varias semanas en Barcelona, muy bien atendida por nuestras familias. “Ahora ya podré caminar y correr y me saldrán pechos como los de Tere”, explicaba a todos. El ascensor le fascinaba: ¡que con solo apretar un botón pudiera subir y bajar sin ningún esfuerzo le parecía irreal! Pasaba horas mirando por la ventana encantada, observando el tráfico de los vehículos y el movimiento de la gente en la calle. Obviamente, no quería volver a casa…

De vuelta en Haití, venía muchos días a casa y los niños del vecindario acudían a escuchar los latidos de su corazón: Clic, clic, oían el ruido de la nueva válvula implantada. “Los blancos te han puesto un loa (espíritu) en el corazón”, le decían. “Sí, es verdad, pero es un loa bueno porque ahora ya no me ahogo y puedo andar como vosotros”, respondía alegremente. Pasaba muchos fines de semana en casa y luego marchaba subida en el burro, a veces acompañada por su madre y su abuela. Nuestra intimidad y afecto fueron, lógicamente, creciendo. Sin embargo, yo estaba preocupado porque la válvula implantada no era biológica (de origen animal) y ella no podía tomar anticoagulantes de forma regular y hacerse los con- troles de sangre necesarios. Hasta que…

Eran vacaciones de Navidad y habíamos ido a pasar tres días a la costa del sur de la isla, embarcados en el velero de un amigo. Desconozco como, de repente, nos llegó la noticia de que Marie France había fallecido. Sospeché lo que había ocurrido y me maldije. Me vinieron a la cabeza las palabras de un economista del siglo XVIII: Laissez faire et laissez passer; le monde va de lui même (Vincent de Gournay y Adam Smith) ¡No, no es verdad! ¡Si la medicina no hace más que luchar continuamente contra el “va de lui même” para alterar el curso de la naturaleza! No quiero “laisser faire ni laisser passer”. Y también pensé en otras frases: No salimos a luchar contra los elementos (Felipe II. La armada invencible). Pues sí, nosotros estamos luchando siempre “contra los elementos”, y a menudo perdemos (igual que la Armada invencible)…

¿Por qué hay siempre tantos moli- nos que dan más y más vueltas sin cesar y se nos interponen?

Tan solo vino un médico de la comunidad a decirnos cómo sentía lo que había ocurrido. Por lo visto, el hecho de que una niña haitiana muriera era de lo más normal y cotidiano, y los lazos que se pudieran haber creado entre ella, hija de unos pobres campesinos, y una familia blanca eran impensables y no dignos de tener en cuenta. Fui a Duval, el pueblito donde ella había nacido, y en un campo cercano pinté de azul pálido y rosa el túmulo de cemento que marcaba el lugar donde estaba enterrada. Parece ser que durante el entierro, al que habían acudido familiares y conocidos, los vecinos entraron en la casa y se llevaron los regalos que ella había traído de España.

Tiempo después nos visitó su madre. Tere pensó que venía a hablar de su hija y agradecernos nuestros desvelos por ella. Mas Marie France ya hacía semanas que estaba enterrada (¿y olvidada?). La madre venía tan solo a pedirnos unas pilas de repuesto para la radio que había sido de su hija…

Sube, sube la montaña y no te desanimes porque detrás, aunque no la veas, siempre habrá otra…

PS. He querido leer la historia clínica de la intervención quirúrgica en el año 1989. No tengo muchas esperanzas: ¡han pasado más de treinta años! ¡Más que sorpresa! Quince días más tarde me escriben del hospital: si todavía está interesado tiene una cita la semana próxima a las 13 horas del jueves. El día señalado voy al archivo. Bajo unas escaleras estrechas y doy vueltas y más vueltas por unos pasillos pintados de colores y siguiendo unas cintas rojas pegadas en el suelo. En un pequeño despacho una señora me indica, tan solo verme, como si me esperase desde hace tiempo en su pequeño despacho: Vaya a la sala vecina y en la pantalla podrá ver el historial que desea. Allí está. Miro y leo en una habitación oscura todas las notas médicas escritas a mano. La informática es ahora el único testigo del pasado y yo intento revivir la intervención que transcurrió no lejos de aquí, treinta años antes. Nuestra ciencia y tecnología al servicio de una persona llegada, prácticamente de otro planeta, y que nosotros pusimos en contacto con el nuestro entrecruzando caminos y afectos. ¿De qué ha servido? ¡Dos años más de vida! ¿Valían la pena? Vuelvo a observar las paredes de mi entorno iluminadas por el reflejo de la pantalla del ordenador. Estoy solo, muy solo en estas catacumbas, en este calabozo triste y silencioso, sin ventanas ni luz natural. Pienso en lo que estará ocurriendo unos pisos más arriba, en la calle, al aire libre, y todo se mezcla con unas visiones, unos olores y unos ruidos apercibidos durante las largas caminatas que hacíamos montaña arriba, entre los árboles y bajo el sol, para visitar los dispensarios y distribuir las vacunas que llevábamos a lomos de los burros. Curiosamente, ahora me siento mucho más cerca de los caminos pedregosos o embarrados y de los riachuelos que teníamos que cruzar, que de la gran fachada y de los escalones de la Facultad de Medicina que tan bien conozco y que tantas veces pisé.

¡Qué juntos pero qué separados y aislados estamos todos! Convivimos uno cerca del otro pero qué pocas veces nos tocamos…

Para Tere, que la cuidó.

Jaime Ollé es especialista en enfermedades infecciosas. Fundador y presidente de ACMON, Asociación para el Control de la Tuberculosis en el Tercer Mundo.

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