
Se acuerdan del final de la película La Roca? Nicolas Cage ha conseguido sobrevivir, tiene los secretos que le ha proporcionado Sean Connery y le pregunta a su novia si quiere saber quién mató a Kennedy. La película se acaba justo entonces, con lo que nos deja hábilmente con la intriga. El caso es que el cine está lleno de referencias al asesinato de JFK y la multitud de hipótesis acerca de su autor o autores. Las hay, por supuesto, para todos los gustos. ¿Fueron los cubanos exiliados? ¿Fidel Castro? ¿Los millonarios tejanos? ¿Los rusos? ¿La mafia? ¿La CIA? Ni siquiera el entonces vicepresidente, Johnson, se ha librado de las sospechas. A fin de cuentas, el magnicidio le permitió convertirse en el líder de la primera superpotencia mundial.
Según el principio de la navaja de Ockham, la explicación más simple de un hecho acostumbra a ser la correcta. Aquí sucede lo mismo. Aunque la Comisión Warren ha recibido innumerables críticas por su investigación, no existen pruebas que permitan cuestionar que en Dallas actuó un asesino único, Lee Harvey Oswald, un antiguo marine con desequilibrios emocionales. No es probable que alguien con su inestabilidad psíquica actuara por cuenta de algún servicio secreto.
Las pruebas en su contra fueron abrumadoras. En primer lugar, diversos testigos le identificaron. La policía contaba, además, con el arma homicida, un rifle italiano adquirido por un sujeto que decía llamarse “A. Hidell”. El magnicida llevaba un carnet con esa identidad falsa. Algunos han dudado de que tuviera la puntería necesaria para dar en un blanco tan difícil. Lo cierto es que, como antiguo marine, estaba entrenado para ser un buen tirador.
El caso parecía cerrado, pero todo se complicó cuando, al cabo de un par de días, un tal Jack Ruby disparó a Oswald a pocos centímetros de distancia. ¿Pretendía silenciarle? Como admirador de los Kennedy, Ruby declaró que eliminó a Oswald, al que no conocía previamente, para que Jackie no tuviera que regresar a Dallas para testificar. Ni siquiera al confesarse con su rabino, poco antes de morir, afirmó lo contario.
¿Y si algunas potencias extranjeras estaban implicadas? Resultaba altamente inverosímil que los rusos estuvieran detrás de una acción tan espectacular a pleno día. Ellos preferían los métodos discretos. Además, Kruschev había lamentado sinceramente la muerte de Kennedy, en parte porque había llegado a apreciarle, en parte porque lo necesitaba para fomentar la distensión. En cuanto al régimen de Fidel Castro, ¿para qué iba a conspirar contra JFK si un nuevo mandatario, fuera quien fuera, iba a endurecer la política hacia Cuba? El propio Fidel manifestó este temor al New York Times: “Estoy convencido de que cualquier otro sería peor”.
¿Qué decir sobre la supuesta destrucción de pruebas por parte de la CIA y el FBI? Las notas que tomaron los patólogos militares durante la autopsia, por ejemplo, desaparecieron de los archivos. También se evaporó el borrador inicial del informe forense. Sin embargo, es posible que eliminaran datos importantes por razones que nada tenían que ver con la autoría del magnicidio. Un examen médico completo habría evidenciado que el difunto sufría la enfermedad de Addison, de forma que hubiera quedado en entredicho su imagen de salud y fortaleza.
Hicieran lo que hicieran, los investigadores honestos no podían ganar. Había demasiados autores sensacionalistas que suponían, con razón, que la gente que compraba un libro pagaba por emociones fuertes, no para que le explicaran una verdad prosaica. Otros, en cambio, no buscaban el lucro. Simplemente querían sentirse parte del gran drama americano.
Entre los que aprovecharon las circunstancias para adquirir notoriedad se encontraba un oscuro fiscal de Nueva Orleans llamado Jim Garrison. En su opinión, Oswald sería alguien muy cercano a David Ferrie, un ardiente anticastrista, y a George de Mohrenschildt, un inmigrado ruso anticomunista. Por tanto, su estancia en la Unión Soviética solo admitía una explicación: había sido reclutado por el gobierno de Estados Unidos para llevar a cabo una misión como agente doble. Más tarde, le habían incriminado por la muerte de JFK pero ni siquiera habría llegado a disparar contra él.
Garrison, según un amplio consenso, se extralimitó en sus funciones. Era un excéntrico incapaz de aportar una teoría concreta. Lo mismo hablaba de una conspiración de homosexuales que apuntaba a la CIA, a los castristas o anticastristas. Kennedy, a su juicio, pagó con la vida su intento de poner fin a la Guerra Fría. Por eso sus propios servicios secretos lo eliminaron. Si se hubiera investigado la conspiración, habría salido a la luz que pensaba retirar a Estados Unidos de Vietnam. Cuesta ver, sin embargo, qué verosimilitud pueda tener esta tesis porque el inquilino de la Casa Blanca no tenía intención de retirarse de Asia sin alcanzar antes una victoria militar.
La falta de rigor de Garrison no impidió que, en 1991, el cineasta Oliver Stone le convirtiera en el inmaculado héroe de la película JFK, siempre dispuesto a buscar la verdad en medio de una muy densa telaraña de intereses inconfesables.
Aunque ningún teórico de la conspiración ha demostrado nada, no es probable que desaparezcan las especulaciones sobre quién mató a Kennedy. Cualquier explicación parece preferible a aceptar que un crimen absurdo pueda cambiar la historia. La reciente desclasificación de documentos no ha aportado novedades. Tampoco es previsible que aparezca nueva información en el futuro. Cualquier explicación, por fantasiosa que sea, parece preferible a aceptar que un crimen absurdo cambie la historia.
Por Francisco Martínez Hoyos, doctor en Historia