La eterna actualidad de Simone Weil

Pocos pensadores del siglo veinte han ejercido tanta atracción como Simone Weil. Encontramos fragmentos de sus obras, todas póstumas, en los lugares más inesperados de la literatura contemporánea. La capacidad de perdurar como referente vital y filosófico más allá de las modas, las ideologías y las inercias culturales, revela la singularidad de su mensaje profético, a la vanguardia de sensibilidades que se han suscitado en las últimas décadas.

Simone Weil nace en París el 3 de febrero de 1909 en el seno de una familia judía de elevado nivel cultural. Educada en el agnosticismo, manifiesta una precoz inquietud intelectual y social. La búsqueda de la verdad y de la justicia marcarán de forma extrema todo su itinerario vital, guiado por una opción radical a favor de los oprimidos y vencidos y por una independencia de criterio que la hace inclasificable. Para ella “desear la verdad es desear un contacto directo con la realidad”. Esta exigencia constante, como antídoto frente a la superficialidad y la indiferencia reinantes, nos interpela, nos atrae, nos desconcierta y nos asusta, pues nos obliga a estar en alerta ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, pensar el tiempo presente, pero pensarlo en un horizonte de eternidad, ya que, según sus palabras, “habría que escribir cosas eternas para estar seguros de que serán de actualidad” (Escritos de Londres y últimas cartas).

Discípula del filósofo Alain (Émile Chartier) —que dotará a su pensamiento de una extrema lucidez y la forjará como filósofa en el sentido más riguroso del término— estudia en la École Normale Supérieure mientras participa en actividades sindicales y pacifistas. Con los militantes de la Révolution prolétarienne, enseña en las Bourses de travail y participa en movilizaciones obreristas. Esta actitud le ocasiona problemas graves —desde traslados forzosos a la supresión de la asignatura—, en los institutos donde imparte clase como Agregada de Filosofía. En esta época surge el apelativo de “la virgen roja” con el que será conocida.

Tras un viaje a Alemania en 1932, denuncia el estalinismo y el fascismo como manifestaciones de un nuevo poder
totalitario y desarrolla un análisis riguroso de la opresión, que comporta una revisión crítica de las tesis de Marx (Opresión y libertad). Para Simone Weil, la clave de la opresión se encuentra en el interior de la fábrica, en una técnica y un sistema de producción que impiden al obrero dominar su tiempo de trabajo y ser consciente de su actividad. La descripción parte del conocimiento directo de la condición obrera —título de uno de sus libros— que asume en 1934 trabajando como peón en la cadena de montaje de la Renault. Weil afirma que en una vida social bien
ordenada el trabajo manual ha de ser su centro espiritual. Sus reflexiones sobre la opresión causan una auténtica conmoción en el movimiento revolucionario, y son objeto de comentarios de figuras eminentes como Leon Trotsky o Boris Souvarine. Albert Camus afirmará que, desde Marx, el pensamiento político y social no había producido en Occidente nada tan penetrante y profético.

Dos años después, participa en la guerra civil española al lado de los anarquistas de la columna Durruti. Un accidente la retira del frente y regresa pronto a París. La experiencia bélica tendrá un gran impacto sobre su visión de la condición humana. La objetividad e imparcialidad en la descripción de los hechos superará el partidismo de la mayor parte de la literatura sobre la contienda. La barbarie cometida por los de su propio bando es descrita crudamente en su carta a Georges Bernanos, escritor simpatizante de los sublevados que había denunciado también las atrocidades cometidas por los franquistas en Mallorca en su obra Los grandes cementerios bajo la luna. Decepcionada de la experiencia bélica, no dejará de escribir penetrantes alegatos contra la política exterior del gobierno francés, especialmente sobre la cuestión colonial (Escritos históricos y políticos). La crítica se centra en la conjunción de subordinación política, explotación económica y desarraigo cultural, vivida en las colonias y derivada de un Estado centralista y dominador, que es indiferente ante el sufrimiento infligido y que no está tan lejano como parece de las ansias de poder del Tercer Reich. Para Francia, solo será legítimo oponerse a Hitler si reniega también de su propio pasado esclavista y colonial.

Otra experiencia que marca la biografía de Simone Weil es el contacto místico con Cristo, que tiene como momento clave la Semana Santa de 1938 en la abadía benedictina de Solesmes (A la espera de Dios). Allí se inicia su acercamiento al cristianismo, que no culmina en la recepción del bautismo, por lo que ella considera la ausencia en la Iglesia católica de una auténtica universalidad, que supondría el reconocimiento como cristiano de las manifestaciones de verdad presentes en otras culturas y tradiciones. Para Weil, el cristianismo se opone al judaísmo y ha de encarnarse en las fuentes del paganismo, en un sentido elemental de lo sagrado. Entre Jerusalén y Atenas como símbolos de la herencia cultural de Occidente, escoge el ideal griego arcaico y platónico, que conecta con Oriente (Intuiciones precristianas y La fuente griega). A pesar de ello, muchos motivos judíos quedan implícitos en su pensamiento.

Simone Weil percibe la relación entre el hombre y Dios como un movimiento de mutua renuncia por amor. Si Dios ha renunciado a su poder en la Creación, la Encarnación y la Pasión, el ser humano tiene que renunciar a su propio yo y a toda imposición sobre el otro. Las nociones de atención, deseo, desgracia, compasión y belleza son las claves antropológicas de esa conversión radical, en la cual solo la gracia puede compensar el peso de la gravedad (Cuadernos y Pensamientos desordenados). Los textos de Simone Weil se hacen entonces más insustituibles que nunca, pues su pensamiento alcanza el punto más alto de tensión espiritual.

En 1939, el estallido de la segunda guerra mundial confirma los peores augurios sobre la imposibilidad de contrarrestar por medios pacíficos el Estado totalitario y su deseo expansionista. Simone Weil se arrepiente, en cierto sentido, de su pacifismo radical, pero reafirma sus consideraciones sobre la guerra. Merece destacarse su texto La Ilíada o el poema de la fuerza, en el cual realiza una lúcida reflexión sobre la gran lección que podemos extraer de este poema épico, que ella percibe como una especie de relato fundacional de nuestra cultura: “aprender a no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no menospreciar a los desgraciados”. La crisis profunda que vive Europa procede del olvido de estas raíces a causa del modelo romano, basado en el menosprecio al extranjero, los esclavos y los vencidos.

Las circunstancias personales en que Simone Weil se encuentra son de nuevo determinantes: en 1940 había abandonado París huyendo de la persecución nazi a los judíos y se había refugiado en Marsella hasta 1942. Después llega a Nueva York y, poco más tarde, a Londres para colaborar con la Resistencia. Allí escribe el famoso ensayo Echar raíces, que comienza con una declaración de deberes. Las obligaciones, que priman sobre los derechos, se
corresponden con las necesidades materiales y espirituales del ser humano, y entre estas necesidades aparece una especialmente importante y olvidada, el arraigo, que reclama la exigencia de una vida comunitaria hecha de memoria y sentido de la propia identidad.

El ensayo resta inacabado, ya que Simone Weil, que se había negado a comer más de la ración que correspondía a los combatientes en la guerra, moría de tuberculosis, con tan solo treinta y cuatro años de edad, en un sanatorio de Ashford, el día 24 de agosto de 1943. El sentido de su vida puede medirse en las dimensiones de su plegaria: “Padre, arranca de mí este cuerpo y esta alma para hacer de ellos cosas para ti y no dejes subsistir de mí eternamente nada que no sea ese mismo arrancar”.

Emilia Bea, profesora de filosofía del Derecho y Filosofía Política en la Universitat de València
Ilustración de David Pintor
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