La generación torcida

Los jóvenes son egoístas, sí, pero no por lo que usted cree. Lo cierto es que la desconfianza con la que hoy mira a las nuevas generaciones no es distinta a la que dejaba traslucir los ojos de su padre cuando era usted quien todavía tenía toda la vida por delante. Los jóvenes son egoístas porque son jóvenes, y hagan lo que hagan siempre lo serán hasta que el tiempo cure su insoportable afección. Va con la edad. Con la suya y con la de aquellos que les juzgan como vanidosos, arrogantes e irrespetuosos. Pero no se engañe, a usted también le dan pena. Usted también se ha dejado llevar por los lugares comunes y ha pensado que pobrecillos los jóvenes, que les ha tocado una crisis —la económica de 2008— cuando empezaban a entender de qué iba todo esto, y otra —la sanitaria de 2020— cuando por fin, superada la anterior, se disponían a enredarse con sus primeros pinitos vitales: una casa (quizá no suya, pero al menos tampoco de sus padres), un trabajo, una estabilidad. No obstante, con lo que se han encontrado todas esas almas cándidas y juveniles ha sido con un desalentador panorama de precariedad que parece condenarlas a un eterno presente en el que nada mejora y cuyo futuro, de lograrlo, pinta infinitamente más gris y hostil que el pasado, ese del que disfrutaron sus predecesores. Ese del que disfrutó usted. Porque otro de los tópicos que con asiduidad se repite acerca de esta generación malograda, es aquel de que será la primera que viva peor que sus padres. Pero eso es algo trasnochado. Los primeros millennials, querido lector, cuentan ya cerca de cuarenta años. Puede que a usted eso le parezca aún la flor de la vida, y a buen seguro lo es, pero aunque los cuarenta sean los nuevos treinta, a los millennials, que nacieron entre los ochenta y la primera mitad de los noventa, lo de la juventud se les empieza a quedar ya algo desfasado. Los jóvenes de hoy son los de la generación Z, todos esos que vinieron al mundo entre la agonía de un milenio y el despuntar de otro. Aunque comprendo que le irritase verlos hacinados, ahí en el parque, bebiendo garrafón en plena pandemia y lanzando adoquines a la policía, es esa generación por la que debería sentir especial lástima. Puede que efectivamente los jóvenes sean egoístas, pero reconozcámosles algunos méritos y justifiquémosles otros fracasos.

Para empezar, han logrado camuflar su narcisismo generacional como ninguna otra quinta había hecho antes. Muchos parecen haber abrazado una especie de moral autocomplaciente que se escuda en los límites y el bienestar personal para despreciar los desvelos ajenos. Una juvenil quincalla ética bajo cuya sombra ha germinado un narcisismo desbocado que ha convertido sus relaciones sociales en frágiles destellos de lo que antes era uno de los principales pilares en la vida de toda persona. Pero a cambio, las nuevas generaciones son también un perenne recordatorio del futuro que viene. Aun con todo, ni usted ni nadie podrá negar que han sido y son los jóvenes quienes encabezan los movimientos de lucha contra el cambio climático, y aunque si nos ponemos cínicos hemos de admitir que será a ellos a quienes más les perjudique semejante coyuntura, también son sus pensiones las que están en juego, y esos lares no los frecuentan tanto. Así que créame, hay cosas que sí les importan de verdad.

Obviamente, el clima no es su única preocupación. Otros problemas igual de urgentes si no más se ciernen sobre ellos. Imposible sería enumerarlos todos, pero hasta usted coincidirá conmigo en que algo falla en un país en el que, como en el nuestro, ni tan siquiera dos de cada diez jóvenes pueden independizarse, y en el que aquellos que lo consiguen deben dedicar en algunas regiones como Madrid o Baleares cerca del 90% de su salario al alquiler. Es cierto que en otros lugares de España, pongamos en Soria, el acceder a una vivienda resulta mucho más asequible que en la saturada capital, pero allí las oportunidades que les permitirían emanciparse brillan por su ausencia. Porque las realidades de las grandes ciudades distan mucho de las de ese cacho de país que alguien, algún día, vació de futuro.

Pero se viva donde se viva, la cifra de paro juvenil ensombrece cualquier aspiración vital. Es de más de un 30%, y la temporalidad de los que sí trabajan supera con creces ese porcentaje.

La política parece interaccionar exclusivamente con la juventud para mostrarse impotente ante sus demandas y aspiraciones, que más allá de cualquier encono narcisista o afán etílico, podrían resumirse en el legítimo deseo de trazar sus propias vidas, aun con sus esperanzas y decepciones, y poder comenzar a desarrollarlas de forma autónoma y plena. Pero hoy en día eso no es posible, no para la mayoría.

Al contemplar por la ventana a los chavales que hacen botellón en el parque, se habrá percatado de la melancolía que acecha sus miradas. Los decimonónicos lo llamaban esplín, el tedio de la vida. Son, somos —ahora que estamos acabando me permito el lujo de incluirme en ese grupo que aún retiene el «tesoro» de la juventud— demasiado jóvenes para pensar que esto era todo y que lo que vendrá después será peor. No he dicho nada de la salud mental, pero piense que, al contrario que usted, pocas certezas tenemos los jóvenes a las que asirnos. Llevamos, permítame decírselo de este modo, una «vida flotante» en la que nada es seguro y todo se desmorona (quizá no todo, pero ya sabe, somos así, egoístas). Aunque eso, en parte, también es culpa nuestra. Lo único que nos queda es tratar de enderezar los renglones torcidos con los que la sociedad, con los que usted y yo, hemos escrito la historia de esta generación.

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