“¿Por qué lo hice? ¿Qué pretendía contando esa masacre? ¿Cambié cosas? ¿Cuándo hay que parar? ¿Por qué conté?”. El periodista Óscar Martínez, redactor jefe del diario salvadoreño El Faro, recoge en el prólogo de su libro Los muertos y el periodista (Anagrama) una amalgama de preguntas sin respuesta con las que trata de reflexionar sobre las vicisitudes de un oficio que, apunta, “no es el mejor del mundo”. Ese ejercicio de introspección viene acompañado de sus vivencias como reportero en un país que durante años tuvo una de las tasas de homicidio más altas del mundo. “¿Qué es la violencia extrema? Depende a quién le preguntes”, se responde. Porque su incómodo relato, en el que habla de pandilleros, policías y víctimas desafortunadas, se escapa de todo estereotipo. No hay ni buenos ni malos, sino seres humanos con un contexto y un comportamiento, con frecuencia deleznable, pero que en ningún caso puede ser simplificado.
Hace unas semanas, el mundo presenció atónito cómo un conflicto latente desde hace siete décadas y a ratos olvidado mutaba en una cruenta guerra que amenaza con desestabilizar la ya de por sí inestable región de Oriente Próximo. Fue el pasado 7 de octubre, cuando la organización islamista palestina Hamás lanzó un salvaje ataque por tierra, mar y aire desde la Franja de Gaza contra algunas de las localidades fronterizas del sur de Israel. Más de 1.400 personas murieron y alrededor de 220 personas fueron secuestradas. Nunca antes este movimiento fundamentalista, alimentado militarmente durante años por Irán, había sido capaz de llevar a cabo una ofensiva de tal envergadura. A la crudeza de las cifras se le suma la brutalidad de las imágenes y vídeos que los propios milicianos difundieron en las redes sociales y en los que se les veía cometiendo atrocidades que superan la capacidad de aguante de cualquiera.
“Ciudadanos, estamos en guerra”, declaró el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en cuestión de horas. Y tras reunirse con su gabinete de seguridad añadió: “El enemigo pagará un precio sin precedentes”. A sus palabras le siguió una ofensiva aérea, con bombardeos incesantes sobre Gaza, un territorio de apenas 365 kilómetros cuadrados (el equivalente a la mitad de Madrid) donde viven hacinadas unos 2,2 millones de personas. El ejército israelí también ordenó un cerco total a la región, dejando a la población gazatí sin acceso a agua potable, electricidad o combustible durante semanas.
Superado el shock inicial del inesperado ataque de Hamás, que pilló por sorpresa hasta al Mossad —el famoso servicio de inteligencia israelí—, la comunidad internacional comenzó a tomar posiciones. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, aparcó sus diferencias con el jefe de Gobierno israelí y ratificó su apoyo total al que desde hace décadas es su principal aliado en la región. Inicialmente, la Unión Europea mostró su compromiso con los esfuerzos del Estado hebreo para “erradicar” a Hamás. Luego, cuando el bloque valoró la suspensión de las ayudas humanitarias a Palestina para evitar que llegasen a manos de las milicias, comenzaron a escucharse voces disidentes, como las de España, Luxemburgo o Irlanda.
La tensión geopolítica
Casi en su totalidad, los países de la región han mostrado apoyo al pueblo palestino desde el principio; algunos con mayor equidistancia que otros. Argelia y Qatar, que no mantienen relaciones con Israel, celebraron explícitamente los crímenes de Hamás. El segundo incluso da refugio y apoyo económico a algunos de los integrantes islamistas. Ahora bien, ninguno ha mostrado tanto entusiasmo como Irán, que lleva años suministrando entrenamiento, armas y financiación a Hamás. También, a una decena de organizaciones terroristas como Hezbolá, que opera desde el sur de Líbano y Siria, o los hutíes del Yemen. Una cuidada red de milicias bautizada como “el Eje de la resistencia” cuyo principal objetivo es destruir Israel y contrarrestar la influencia occidental.
Porque lo cierto es que tras la Revolución Iraní a finales de los 70, el país de los ayatolás busca ampliar su poder en la zona y, para ello, “necesita inestabilidad, que Oriente Próximo esté en llamas”, me explicaba Alberto Priego, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Comillas. Eso es justo lo contrario que Israel lleva tratando de establecer en los últimos años.
Desde 1947, cuando Naciones Unidas en su resolución 181 dio el visto bueno a la partición de lo que había sido el mandato británico en Palestina y a la creación del Estado judío un año más tarde, Israel ha mantenido una relación conflictiva con sus vecinos. Sólo un día después de la declaración de independencia, Líbano, Siria, Jordania, Irak y Egipto invadieron el recién nacido Estado israelí. En esa primera guerra, más de 700.000 palestinos huyeron o fueron expulsados de sus hogares, y cerca del 78% de lo que era Palestina pasó a manos del nuevo país. Desde entonces se han dado diversas guerras y el territorio palestino ha ido menguando hasta concentrarse en la Franja de Gaza y una diseminada Cisjordania.
La Guerra de Yom Kipur en 1973 (en la que Israel, Egipto y Siria se disputaron el control del Sinaí y los Altos del Golán) marcó un punto de inflexión en las relaciones del Estado hebreo con el mundo árabe. Los acuerdos de paz de Camp David entre Tel Aviv y El Cairo fueron el punto de partida. Más tarde, el Gobierno israelí de Isaac Rabin y la Organización para la Liberación de Palestina (una coalición de movimientos políticos reconocida como representante del pueblo palestino) sellaron en 1993 los Acuerdos de Oslo. Un plan diseñado para ofrecer una solución permanente al conflicto palestino-israelí que, tres décadas después, todavía no se ha materializado en ningún acuerdo de paz.
Ante la dificultad de encontrar la paz con Palestina, Israel ha optado por acercarse al resto de países árabes. Sin ir más lejos, en 2020 Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Sudán y Marruecos formalizaron sus relaciones con el Estado hebreo en los Acuerdos de Abraham. Ahora parecía que era el turno de Arabia Saudí, dispuesta a adherirse al pacto para aumentar sus relaciones con los países occidentales y aislar a Irán, su principal rival en la lucha por la hegemonía religiosa y geopolítica. Sin embargo, el estallido de la guerra ha paralizado cualquier colaboración entre Israel y un peso pesado de la región como es el reino saudí, considerado por muchos el guardián de la causa palestina.
Esta polarización que sacude hoy el tablero mundial se ha trasladado también a la opinión pública. En las redes sociales, una bandera u otra sitúan a los usuarios a un lado u otro de la trinchera. Sucede igual en los medios de comunicación, que cuentan con apenas dos fuentes de información: la proporcionada directamente por el ejército israelí y la que llega a cuentagotas desde Gaza, donde a excepción de la de los trabajadores de organizaciones como Naciones Unidas o Médicos Sin Fronteras, son las autoridades palestinas controladas por Hamás las que ofrecen datos y noticias. Los periodistas no tienen aún acceso al territorio palestino.
Esto lleva a situaciones como la de los 40 bebés que supuestamente los terroristas de Hamás decapitaron en uno de los kibutz. El dato procedía sólo de una periodista israelí. Nadie más lo corroboró, pero todo el mundo se hizo eco. El número, las cuatro decenas de recién nacidos asesinados, se convertía así en la muestra definitiva de la brutalidad de las milicias palestinas como si las imágenes previas no fuesen suficientes. “¿Qué es la violencia extrema? Depende a quién le preguntes”, se plantea Óscar Martínez en su libro. Mientras, cuando las autoridades gazatíes denunciaron la muerte de aproximadamente 500 personas durante un bombardeo sobre el Hospital Bautista Al- Ahli de Gaza, dilucidar cuántas víctimas hubo pasó a un segundo plano y descubrir si había sido un ataque aéreo israelí o un cohete fallido de las milicias palestinas se convirtió en lo importante.
Así, las respuestas a “¿por qué lo hice?, ¿qué pretendía contando esa masacre?, ¿cambié cosas?, ¿cuándo hay que parar? ¿por qué lo conté?” son cada vez más difusas. “¿Eres periodista? ¿Propalestino o proisraelí?”, le preguntaron a un compañero en su vuelo de Madrid a Tel Aviv. Y parece que todo se reduce a eso. Como si encontrar un equilibrio entre condenar los actos de Hamás y preocuparse por el futuro del pueblo palestino fuese imposible.
Jara Atienza, periodista