La guerra y la música

William Weber (La gran transformación del gusto musical. La programación de conciertos de Haydn a Brahms, Fondo de Cultura Económica, 2011) explica que “diseñar un programa de conciertos implica necesariamente una serie de acuerdos entre públicos, músicos, gustos y, por extensión, fuerzas sociales”. Su trabajo se asocia a los “performance studies” que en nuestro país desarrolla de forma pionera Miguel Ángel Marín demostrando que el concierto y la interpretación dejan de ser un dato accesorio que documenta la trayectoria de un compositor o de una obra para convertirse en una referencia capaz de modificar la perspectiva histórica.

La actualidad musical ratifica esa idea especialmente ante las recientes alteraciones provocadas por la pandemia de la covid o la invasión de Ucrania por parte de Rusia. En el primer caso, y más allá de la dimensión analgésica que tuvieron las “actuaciones” en los balcones durante el confinamiento, es evidente que las normas sanitarias obligaron a modificar usos y formatos generando un nuevo repertorio inevitablemente asociado a una forma distinta de escucha que se debería codificar: plantillas reducidas, nuevas disposiciones instrumentales para preservar la distancia social, repertorios tradicionales arreglados o adaptados a orgánicos imprevisibles… han quedado como testigos de un tiempo cuya consideración histórica hay que construir. La invasión de Ucrania añade un plus que también vale la pena considerar, una vez que los artistas rusos se vieron en la (razonable) obligación de proclamar su adhesión o repulsa a las órdenes dictadas por Putin.

El debate ha sido importante y, sin duda necesario, como revalorización de la acreditación ética de los valores civilizados del mundo occidental, tamiz que ha provocado deserciones como la del putinófilo y director Valery Gergiev, entronizado por el presidente como el gran zar de la música rusa, y otras más salomónicas (y también amargas) como la del también director Tugan Sokhiev, al frente del Teatro Bolshói de Moscú y de la Orquesta Nacional del Capitole de Toulouse, quien dimitió de ambas obligaciones al sentirse incapaz de elegir “entre mis queridos músicos rusos y mis queridos músicos franceses”.

Obviamente, no era ese el dilema como ha demostrado muy bien Teodor Currentzis, griego de nacimiento y ruso de educación y adopción, actualmente al frente de la Orquesta Sinfónica SWR de Stuttgart con la que se presentó a finales de marzo en Barcelona y Madrid, antes de recalar en Dortmund, Hamburgo, Viena, Friburgo y la propia Stuttgart. En su caso, la respuesta ha sido musical y no menos contundente. Poco antes de iniciar la gira se anunciaba un cambio de programa en respuesta a la situación actual y con la intención de hacer “un llamamiento musical por la paz y la concordia”, lo que se concretó en la presencia del ucraniano Oleksandr Shchetynsky y su exquisita “Glosolalia”, la del alemán Jörg Widmann y su hipnótico “Concierto para viola y orquesta” dedicado a Antoine Tamestit y la de Dmitri Shostakovich con la “Sinfonía 5”, una de las obras más monumentales y simbólicas de la historia de la música escrita en vísperas de la Segunda Guerra Mundial.

Que los intérpretes ofrecieran un concierto memorable, profundamente conmovedor y purgante, marca el sentido final de un acontecimiento capaz de enunciar el compromiso de honradez que puede representar la música. Al margen de asegurar el valor del repertorio (y de su ejecución) como testimonio de una época. En este caso bajo el paraguas de hechos lamentablemente trágicos.

Alberto González Lapuente

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