Durante meses el mundo ha aguardado impaciente a que Ucrania lanzara su tan anunciada contraofensiva para recuperar los territorios ocupados por Rusia en el este y el sur del país. Ahora, esta operación militar a gran escala ya está en marcha. El ejército ucraniano ha movido ficha. Equipado con nuevo armamento occidental trata de penetrar las líneas defensivas rusas.
Este asalto, sin embargo, no será como el del pasado otoño, cuando las fuerzas ucranianas reconquistaron más de 1.000 km2 en una semana. Será, como han advertido ya numerosos analistas militares, una lucha dura y lenta, metro a metro y con centenares de muertos de un bando y de otro. Así avanza la contienda en el frente y, mientras, otra batalla se libra en el interior de los cerca de 43 millones de ucranianos que antes vivían en el país. Es la pugna por recuperar su identidad.
A inicios de mayo visité Kiev —Kyiv, según la grafía ucraniana— y algunas de las ciudades dormitorio cercanas que amortiguaron el golpe de las tropas del Kremlin en su intento de asediar y tomar la capital en los primeros compases de la guerra. En la localidad de Irpin, el horror de esos días permanece grabado aún en las decenas de edificios en ruinas. También en el puente que antaño conectaba la ciudad con Kiev y que es ahora una amalgama de hierro y cemento. Fueron los propios militares ucranianos los que lo destruyeron para frenar el avance enemigo, aunque eso impidió también la evacuación de decenas de civiles que fueron alcanzados en sus coches por una lluvia de misiles mientras trataban de huir.
A un lado de la carretera principal esos vehículos calcinados yacen amontonados en una suerte de cementerio que se ha transformado en un punto de encuentro de artistas locales e internacionales. Sobre la chatarra oxidada, algunos han pintado grandes girasoles amarillos (la flor nacional del país). Otros han depositado peluches y lazos con la bandera ucraniana.
A poca distancia, las vigas de la Casa de la Cultura de Irpin, abierta en 1954, se sostienen en equilibrio como por arte de magia. En los muros que quedan en pie, las pinturas se mezclan con los agujeros de la metralla. “Queremos que vuelva a ser un lugar para el arte, pero no el mismo que antes de la invasión, sino uno nuevo que sirva para exportar al mundo todo lo que ha ocurrido”, me explicó Ruslan Savchuk, voluntario de una oenegé encargada de restaurar el patrimonio artístico. “No queremos que se olvide”, reiteró.
La memoria de la guerra aún en curso se alza así como uno de los pilares del renacer cultural que está viviendo el país. Pero no se trata sólo de recordar, sino de diferenciarse del agresor. Desde que recuperó su independencia en 1991, Ucrania ha estado buscando redefinir su propia identidad nacional. La difícil convivencia con el país vecino, que cree que ucranianos y rusos son “uno y el mismo pueblo”, ha complicado el proceso. Por eso, cuando en 2014 Vladímir Putin anexionó de forma ilegal la península de Crimea y promovió el alzamiento de los separatistas de la región del Donbás, muchos ciudadanos, incluidos los de las zonas más próximas al gigante del este, comenzaron a rechazar todo lo que tuviese que ver con Rusia.
El sentimiento se acentuó tras el inicio de la actual invasión. Muchos rusoparlantes (que representan un 30% de la población, de acuerdo con el último censo) se han forzado a hablar el ucraniano en su día a día. La cadena de televisión y radio pública no emite en ruso, pero sí en otras lenguas minoritarias. Las estatuas o los nombres de las calles heredadas de la época soviética también han desaparecido de los espacios públicos. Porque cualquier legado de la URSS se ve como una continuación de la Rusia imperial.
En este sentido, el conflicto actual no ha despertado el sentimiento de identidad nacional ucraniana, pero lo ha acelerado. Y en esa carrera por despojarse de lo ruso puede que parte del pasado, el relacionado con el régimen que moldeó el territorio durante siete décadas, quede atrás. Hay pensadores, como el filósofo ucraniano Volodymyr Yermolenko, que sostienen que deshacerse de todo eso significa en realidad “eliminar una herramienta del colonialismo ruso”. La única manera posible de recuperar “los nombres, las historias, las obras de arte, las ideas que nos quitaron”. Sin embargo, ver cómo se resuelve esta contraofensiva llevará mucho más tiempo que la otra, la que se libra hoy en el campo de batalla.
Jara Atienza, periodista