Sin embargo, el colosal incremento de las imágenes no es lo esencial. La novedad cualitativa de nuestro mundo consiste en que, antes que las cosas, preferimos sus imágenes. Las realidades cada vez nos interesan menos. Lo importante es la imagen, no aquello de lo que es imagen. Nada se nos da directamente sino solo como imagen en una pantalla. Solo hay realidad mediada por imágenes. Más aún, no se trata simplemente de ver lo real mediante imágenes; es que ellas mismas son lo real. El mundo solo existe en las pantallas, que dejan de ser ventanas. La realidad se ha disuelto en imágenes. Así se rompe la discontinuidad y oposición establecidas tradicionalmente entre realidad y ficción. Por eso puede afirmar el antropólogo Marc Augé en Los ‘no lugares’ que hoy en las pantallas se mezclan imágenes de la realidad, informativas, con imágenes publicitarias y ficticias. De acuerdo con el escritor Régis Debray, que sostiene en Vida y muerte de la imagen que “toda cultura se define por lo que decide tener por real”, deducimos que la nuestra lo es de la imagen. No hay otro ser que la imagen. La conversión del mundo en imagen, su virtualización, no se debe al extraordinario desarrollo de las tecnologías digitales; más bien, dicho desarrollo obedece a nuestra voluntad de virtualidad. Un a priori de fantasmagorización recorre nuestro mundo. Solo existe lo que aparece en los mass media. La massmediatización del ser equivale a convertirlo en imagen. Internet entonces, paroxismo de esta virtualización, no es mera herramienta; en palabras del ensayista francés Finkielkraut, es una tesis sobre el ser.
Existimos en un mundo de simulacros. Si ‘disimular’ supone asumir la diferencia entre lo real y lo imaginario, aunque encubriéndola, ‘simular’, al imitar algo aparentando ser lo que no se es, implica liquidarla. La actual ontología del simulacro ha roto con el platonismo tradicional que, previa separación radical de la ficción, sostenía la superioridad de la realidad —lo verdadero y originario—. El filósofo parisino Deleuze nos enseña en Diferencia y repetición que ahora “el simulacro es el verdadero carácter o forma de lo que es”. La imagen ya no es imagen de otra cosa, el original. Ahora la imagen/ simulacro es libre, no se refiere a nada, como un significante sin significado. Los originales han sido disueltos por los simulacros. Los signos reemplazan a las cosas y son la nueva realidad. El simulacro, la imagen liberada de referentes, se erige en neorrealidad. Es más, la antigua realidad tiene que amoldarse al simulacro si quiere seguir contando como tal. Si no es comparable, protestamos.
Cada vez es más difícil distinguir virtualidad de realidad. Como Don Quijote, hemos perdido el imprescindible sentido de la irrealidad, lo que nos impide reconocer las imágenes, lo virtual, ni, consecuentemente, lo real. Buena prueba de ello son los realities: no sabemos si el espectáculo se vuelve realidad o si la realidad es espectáculo. Ya en 1967, el filósofo francés Debord aseguró que la realidad misma surge en el espectáculo. Esta espectacularización del ser ha roto los límites entre lo verdadero y lo falso. El espectador ya no sabe qué es verdad, no puede creer lo que ve. No puede fiarse. Todo se nos vende como realidad, pero es simulacro. La representación triunfa con la desaparición de la cosa real representada. En Cultura y simulacro, el filósofo posmoderno Baudrillard nombra a las imágenes “asesinas de lo real”. Por eso, (casi) solo quedan imágenes, nada hay fuera de ellas. Nada hay donde falta la pantalla. Tras esta reducción contemporánea del mundo a pura representación, a lo visualizable en pantallas, late un deseo de transparencia que acaba con el prestigio del misterio. Resistiéndose a esta sociedad transparente, el pensador alemán Heidegger recuerda que guardar el misterio del ser es la esencia del ser humano.
No solo el mundo, también nosotros nos hemos virtualizado. La escritora y profesora estadounidense Sherry Turkle ha observado en La vida en la pantalla que el ciberespacio es “un modo de vida”. Las imágenes configuran nuestra existencia. Las experiencias humanas ya no se entienden sin pantallas. Vivimos —y gozamos— duplicando virtualmente lo vivido. Vivir, más que vivir ejecutivamente, es representar lo vivido en nuestros móviles. Hemos pasado del ‘pienso, luego existo’ al ‘vivo porque represento’. Vivimos para representar. Estar conectado es nuestro nuevo ser en el mundo. Baudrillard ha anunciado que la obligación absoluta de permanecer conectados constituye el nuevo imperativo ético del homo digitalis. Vaciados de dentro, nada somos salvo nuestro estar conectado hacia fuera. También el yo se ha transparentado limitándose a su imagen, a lo que superficialmente aparece de él en el mundo digital. En el posmodernismo, sugiere Jameson, la profundidad ha sido reemplazada por la superficie. Hemos movido guerra a la interioridad. El nuevo humano digital arrincona su intus o ya ni lo tiene. Pero sin intimidad, ¿podemos ser verdaderamente humanos?
La imperante voluntad de virtualizar obedece a dos motivos. Por una parte, Baudrillard dejó escrito al referirse a la guerra del Golfo que “a la catástrofe de lo real, preferimos el exilio de lo virtual”. Desde Aristóteles sabemos que transfiguramos la horrible realidad en imagen porque así es más llevadera, incluso agradable. Debray ha sentenciado que “reducir una ciudad bombardeada al tamaño de una pantalla” nos la hace aceptable. La virtualidad nos reconcilia con lo irreconciliable. Por otra, la áspera realidad, una vez virtualizada, es más fácilmente controlable. El sólido mundo es más resistente al dominio y manipulación que la blanda imagen. Reducir el ser a imagen, a información, lo convierte en objeto disponible y manipulable. La videosfera resulta ser una videocracia, un sistema de dominio idóneo para las democracias porque controla el pensamiento y no necesita porras ni golpes. La información y la comunicación devienen instrumentos de control. Nuestra misma necesidad de estar conectados nos convierte en seres dominables. Para ser libres tenemos que desconectar.
Paradójicamente, la misma potencia virtualizadora que desrealiza el mundo en un juego de imágenes pretende persuadirnos de que sigue existiendo realidad. Al contrario que Penélope, rehace lo que deshace incrementando el hiperrealismo de las imágenes y empleando un peculiar dispositivo psicológico. Baudrillard argumenta sutilmente en Cultura y simulacro que Disneyland se nos nuestra como imaginario con el objetivo de hacer creer que el resto es real. Estos mundos imaginarios —especialmente Disneyland— fortalecerían nuestra cada vez más apagada fe en lo real. Quieren convencernos de que no todo es imagen y que la realidad no ha muerto. Así encubren la verdad y perseveran en la virtualización que hace del mundo un orbe vacío.
Pero los seres humanos necesitamos realidades con sus resistencias y dificultades, porque solo enfrentándonos a ellas se templa nuestra personalidad. Ortega y Gasset no solo escribió yo soy yo y mi circunstancia; añadió que si no la salvo a ella no me salvo yo. Contra la disolución virtual que la amenaza, precisamos la realidad. Quien todavía es consciente de la irrealidad de las imágenes y sabe que necesita realidad está a salvo.
Por Antonio Gutiérrez Pozo
CATEDRÁTICO DE ESTÉTICA. UNIVERSIDAD DE SEVILLA