Las bibliotecas del futuro no existen

Las bibliotecas del futuro no existen

En el imaginario occidental se suele asociar las bibliotecas a suntuosas salas recubiertas de anaqueles en los que duermen cientos de libros encuadernados en mil y una pieles y pergaminos. Libros que, mayormente en latín, griego, hebreo, árabe y las lenguas modernas, recogen todo el saber humano producido durante siglos y siglos. Globos terráqueos, bustos de mármol y casi siempre algún salterio iluminado y abierto de par en par sobre un atril pueden completar la estampa. Bibliotecas como la Mazarine de París, la Ambrosiana de Milán, la del monasterio Strahov en Praga o la del Trinity College en Dublín, que apabullan por su carácter sacrosanto, no solo existen sino que forman parte de nuestra herencia cultural.

La gran mayoría de estas bibliotecas son bibliotecas nacionales, ducales, monásticas, académicas, de sociedades literarias, etc. Estas bibliotecas son nuestro pasado. Son nuestro legado, lo que hemos sido, nuestra baliza en la inmensidad del vacío, un reducto ante la barbarie —como la biblioteca imperial de Trantor evocada por Isaac Asimov en su trilogíafundacional— que sirve de refugio del saber ante los últimos estertores de una civilización que fenece. Las ruinas de la biblioteca de Trantor son, sin embargo, el germen oculto de la Segunda Fundación (siento el spoiler) que permitirá vislumbrar un nuevo resurgir de la civilización.

Civilización que Ray Bradbury, otro genio de la ciencia-ficción, creía firmemente ligada a las bibliotecas. Su Fahrenheit 451, una de las mejores distopías de la ciencia ficción y ejemplo de un futuro sin cultura y sin libros, podría inducir a pensar que era una idea exagerada y en extremo apocalíptica, pero su vida y obra literaria lo desmienten.

Bradbury no creía que las bibliotecas fueran solo refugios del conocimiento humano y del saber. Tampoco las consideraba como los únicos focos de irradiación cultural. Sí creía con devota convicción que las personas podían acudir a ellas en igualdad de condiciones y absoluta libertad para poder formarse intelectual y espiritualmente como ciudadanos libres. Su autodidactismo militante —jamás pudo acceder a la universidad por cuestiones económicas— condicionó esa idealización, pero Bradbury estaba, en definitiva, citando los valores esenciales (y universales) que definen una biblioteca. Igual que Asimov con su idea de biblioteca como Arca de Noé ante el diluvio.

Ursula K. Le Guin, otra maga de la ciencia-ficción y del género fantástico, creía que una biblioteca era un lugar sagrado para una comunidad; y que ese carácter sagrado procedía de su accesibilidad y gratuidad. Consideraba que una biblioteca era el lugar de todos.

Bradbury, Asimov, Le Guin. Tres maestros, tres genios de esa literatura especulativa que creían haber definido las bibliotecas del futuro sin saber que las bibliotecas del futuro no existían. Se habían inventado hacía milenios. No hacía falta inventarlas. De hecho, cada uno de ellos, como inventores del futuro, ideó y adaptó su visión ideal de las bibliotecas y la trasladó a sus universos literarios. Pero incluso esa versión ideal ya estaba en la esencia de las primeras bibliotecas.

Las bibliotecas desde sus inicios, y a pesar de sus múltiples tipologías (públicas, universitarias, especializadas, nacionales, escolares, bibliobuses, bibliolanchas, bibliobicis o, incluso, biblioburros) son la variación sobre un mismo tema aunque dependiendo de la época cambia su tempo: de grave a adagietto o de allegro moderato a prestissimo. La esencia de las bibliotecas, a pesar de su evolución, ha sido siempre la misma: recoger, ordenar y custodiar información para su posterior consulta y difusión con diferentes fines. Y esta sigue siendo su principal misión hoy en día, y lo será en el futuro.

Las bibliotecas, a pesar de su futuro marcado, evolucionan. Evolucionan, principalmente, sobre dos factores: el tecnológico y el sociocultural. Los avances científicos y sus aplicaciones tecnológicas han permitido avances en el formato documental —de la tablilla de arcilla al paradigma digital— así como en su acceso y consulta, como las actuales bibliotecas digitales. Bibliotecas o plataformas públicas de contenidos digitales que permiten el acceso de miles, millones de usuarios —de ciudadanos— a libros, revistas, música, películas o documentales de todo tipo. Plataformas que, como eBibliocat, la biblioteca digital de Biblioteques Públiques de Catalunya, con más de 160.000 documentos, suponen un nuevo paradigma de consumo informativo, cultural y lúdico.

Las bibliotecas son organismos cambiantes que evolucionan y se adaptan a su contexto sociocultural. La tipología documental de sus colecciones, su acceso libre, universal y democrático y, especialmente, los servicios que ofrecen son el reflejo de sus sociedades. De su madurez.

En el actual paradigma de la sociedad sobreinformada y acrítica, las bibliotecas —hoy más que nunca— se deben a sus comunidades para cumplir la misión que Le Guin les encomendaba: ser un espacio de libertad, una libertad incorruptible a disposición de todos los ciudadanos que las necesiten. No sabemos si Le Guin pensó en Bradbury cuando lo escribió pero lo cierto es que estaba recitando el mantra de su colega.

Gonzalo Oyarzún, bibliotecario chileno, escribe en su Biblioteca imaginada que una biblioteca es “una posibilidad, la posibilidad de tener una sociedad más inclusiva y justa, de alcanzar una mejor condición económica y de tener una mayor participación en la vida política local, especialmente para quienes se encuentran en condiciones de mayor exclusión y rezago”.

Por fortuna, hoy día, esa biblioteca posible (y utópica) es un espacio físico (y virtual) donde cualquier ciudadano —independientemente de su edad, género, condición social, situación económica, estatus político o nivel cultural— puede acceder de forma absolutamente libre. En ella pueden alfabetizarse informativa y digitalmente, ampliar sus conocimientos sobre todo tipo de disciplinas y saberes, consumir y disfrutar de gran variedad de productos culturales (no solo libros), socializar sus lecturas a través de clubes de lectura, participar en multitud de talleres de aprendizaje (cocina, manualidades, etc.) y vivir un sinfín de experiencias ligadas al disfrute del libre albedrío en un espacio libre con la libertad (valga la redundancia) de elección absoluta.

Sin embargo, y a pesar de que esas utópicas bibliotecas del futuro ya existan, y sean uno de los mejores logros de nuestra civilización, no debemos dejar de luchar para que sigan siendo una posibilidad real para que la libertad, el progreso y el desarrollo de las sociedades y de los individuos sigan siendo valores fundamentales (e inalienables) de la humanidad, como expresa el preámbulo del Manifiesto de la Unesco de la Biblioteca Pública de 1994.

Francesc Xavier González Cuadra es presidente del Colegio de Bbliotecarios y Documentalistas de Cataluña.

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