Leer poesía: placer y neuronas

Leer poesía: placer y neuronas

Artículo publicado en el n.º781 (May-Jun 2020)

Leer poesía no es sólo un recurso excelente para comprendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea, sino que es también un detonante que activa muchas áreas neuronales de nuestro cerebro. Provoca reacciones que no somos capaces de identificar, pero que nos hacen sentir bien. Las emociones intensas al escuchar o leer un poema se manifiestan en nuestro ánimo, en nuestra actitud y también en aspectos fisiológicos como los escalofríos o la piel de gallina. La psicofisiología, la neuroimagen y las respuestas conductuales nos ayudan a desentrañar estos mecanismos subyacentes desde diversos enfoques. 

La poesía nos muestra el mundo desde muchas perspectivas que enriquecen nuestra mirada. Al leer un poema se forman en nuestra mente imágenes sugeridas por los versos, saboreamos la perfección de esas palabras sin necesidad de analizarlas y se solapan varios significados de los que no sentimos la obligación de elegir ninguno. Un buen poema tiene una cierta ambigüedad que nos implica en su visión de otra realidad, nos interroga y muchas veces nos habla de nosotros mismos. La rima, la ausencia de rima, las palabras exquisitamente elegidas, la cadencia y la musicalidad de esta experiencia estética activan áreas de nuestro cerebro mientras intentamos desentrañar la otra cara de una metáforas, conectar recuerdos y profundizar en los niveles semánticos de cada verso. A la vez, disfrutamos de su armonía dejando que la intuición sustituya a la lógica. Uno de los motivos por los que la poesía tiene un efecto tan potente sobre nosotros es que nuestros cerebros parecen estar diseñados para reconocerla. En un experimento de la Universidad de Bangor (UK), un grupo de personas que hablaban galés leyeron frases escritas en este idioma. Algunas de ellas seguían las complejas reglas del Cynghanedd, una forma tradicional de poesía galesa, mientras que otras frases no las seguían. 

Aunque los participantes en el estudio no sabían nada sobre esta forma de poesía, afirmaron que resultaba más agradable escuchar las oraciones que seguían las reglas del Cynghanedd en comparación con las sentencias que no las respetaban. Midiendo la respuesta cerebral con encefalografía se comprobó que esta era más intensa en las frases que cumplían las reglas, como si el cerebro inconscientemente reconociera la poesía escondida en ellas. Además, la respuesta aparecía unos milisegundos después de haber leído el verso con lo que nuestros circuitos neuronales no habrían tenido tiempo para procesar sus aspectos lingüísticos. No es imprescindible ser conscientes del contenido de lo leído, disfrutamos de la poesía en un nivel subléxico. Podríamos pensar que la poesía tuviera una música sutil y nuestro cableado neuronal respondiera a esa melodía. 

Por otro lado, si atendemos al significado de lo que leemos, si tejemos con un hilo azul el contenido, lo tramamos con el contexto, con otros autores, con otras lecturas, si anticipamos qué sucederá en la página siguiente y encontramos pistas que nos ayudan al leer, pondremos en marcha el circuito cerebral de recompensa. Este  nos premia cuando acabamos una tarea o resolvemos un enigma, leer un poema tiene este matiz de prueba conseguida.

 Ya dijimos que los significados de un poema pueden ser varios y no excluyentes. No somos los mismos a lo largo de la vida, ni siquiera tenemos el mismo estado anímico durante toda la jornada y este es uno de los valores más asombrosos de la poesía: es única para cada persona y es única para cada momento. No podemos pensar que el contenido semántico vaya a ser el mismo para todos los lectores. Por eso no es conveniente analizar y unificar ideas sobre un poema leído por varias personas. Los sentimientos, pensamientos y conductas que una poesía pueda suscitar son diferentes para cada lector. Es fundamental respetar esta diversidad de lectores sin imponer un significado a lo leído. Solo así alentaremos el gusto por la poesía.

Sabemos que la lectura afecta a áreas específicas del cerebro, pero estas áreas varían dependiendo del grado de emoción que nos provoque el texto, de la armonía del lenguaje, de su complejidad y de la superficialidad o profundidad de las ideas sugeridas con esa lectura. Todo esto se pone de manifiesto en técnicas utilizadas por la neurociencia, como observamos en otra investigación realizada en 2013. 

En este estudio los participantes permanecieron tumbados dentro de un escáner de resonancia magnética que registraba su actividad cerebral mientras leían varios textos en una pantalla. Las lecturas incluían prosa deliberadamente aburrida, en concreto un manual de instalación de equipos de calefacción, prosa evocadora de grandes novelas, versos desconocidos y los poemas favoritos de los participantes. Estos tenían que valorar cada texto utilizando como criterios la emoción que les suscitaba o lo «literario» y difícil de la lectura. Se encontró que cuanto mayor era el grado de emotividad que los participantes asignaban a un texto, mayor era la activación que mostraban los escáneres en áreas del hemisferio derecho del cerebro. Muchas de estas áreas son las que se activan con la música que nos hace sentir escalofríos (Blood y Zatorre, 2001). 

También se comprobó que los textos calificados como los más literarios activaron áreas que estaban sobre todo en el lado izquierdo del cerebro, incluyendo los ganglios basales, que participan tanto en la regulación del movimiento como en el procesamiento de oraciones complicadas. Tenemos que recorrer varias veces las frases de un pasaje difícil hasta comprender su significado. Los poemas favoritos de los participantes activaron débilmente la red de núcleos cerebrales implicados en la lectura, pero activaron también y de manera llamativa los lóbulos parietales inferiores, áreas que se activan cuando reconocemos algo que ya estaba en nuestra memoria. Apenas necesitamos descifrar esos grafemas, los murmuramos sincronizando ojos y labios. 

La poesía tiene valor por sí misma y no conviene proponer en talleres de lectura, en el aula o incluso a amigos noveles en estas lecturas la actividad de “destripar o memorizar un poema”. Es cierto que en muchas ocasiones en el ámbito educativo la poesía es un gran recurso para descongestionar la aridez de la enseñanza de la gramática, de la ortografía, de la sintaxis e incluso para potenciar las capacidades comunicativas de cualquier persona. Podemos utilizarla como herramienta después de haber conseguido transmitir el gusto por la poesía, pero si marcamos ejercicios para después de leer el poema como hacer un resumen, un dibujo sobre ella, aprenderla, contar las estrofas, etc., la poesía queda hueca, igual que si la usamos como un mapa para encontrar en ella sustantivos, adjetivos, recursos literarios, etc. Con esta práctica tendremos al poema yaciente y listo para la autopsia. 

Por este motivo, como ocurre con otros géneros literarios, el verbo leer no admite imperativo. Podemos sugerir la lectura de un buen poema y si conseguimos una lágrima, una sonrisa, un estremecimiento o un silencio asombrado después del poema ya es mucho. 

Retomando el contenido escondido en unos versos no es necesario encontrar un significado exacto en una poesía. Nuestro cerebro lo intentará, pero como en las ilusiones ópticas, un significado nos parecerá el verdadero y, con una nueva mirada, otro significado diferente será igual de válido. Investigadores de la Universidad de Liverpool utilizando resonancia magnética funcional, una técnica que ve en tiempo real la activación de diferentes regiones cerebrales, descubrieron qué partes del cerebro estaban involucradas en la «conciencia literaria»: la capacidad de pensar y encontrar sentido en un texto complejo. Los participantes tuvieron que volver varias veces sobre lo leído y hacer uso de esa conciencia literaria, un proceso necesario para comprender textos difíciles en comparación con un procesamiento de significado más automático y literal. Todos hemos tenido la experiencia de leer ensayos, novelas, poemas y hasta prospectos de medicamentos en los que hemos comprobado la desagradable sensación de no entender. La libertad de los poetas en su desempeño les lleva a utilizar metáforas, hipérboles, anáforas y decenas de recursos literarios. Nuestro cerebro se plantea alternativas, ensaya perspectivas diferentes, compara situaciones reales y situaciones ficticias, lo real y lo onírico, contextualiza y descontextualiza, y quizá hayamos experimentado un momento eureka al reconocer la chispa de lo que el autor nos quiere decir con sus palabras tan cuidadosamente elegidas.

Hasta alcanzar este eureka, que puede ser otro en otra lectura del poema, se habrán activado regiones de nuestro cerebro relacionadas con el procesamiento no automático del significado. Así, leer buena poesía es, además de un hecho gratificante, un ejercicio magnífico para nuestras neuronas. Traemos a la memoria recuerdos, nos encontramos cómodos con nuestros sentimientos más profundos, el poeta les pone palabras escogidas con delicadeza y precisión, captamos la belleza y rompemos pensamientos preestablecidos. Además, se ha comprobado que el máximo placer estético puede coexistir con marcadores fisiológicos de afecto negativo; es decir, disfrutamos con lo que nos entristece porque potencia nuestra empatía. 

Con todo, leer poesía es algo más que un disfrute estimulante que nos provoca emociones, también fortalece las mismas habilidades mentales que necesitamos para comprender la realidad que nos rodea, conocernos mejor a nosotros mismos y a los demás. Promueve un pensamiento flexible y la capacidad de sopesar múltiples significados. Acercarnos a esta experiencia estética nos facilita afrontar eventos impredecibles y tomar decisiones en nuestra vida. Los poetas desafían la visión única de la realidad y nos vuelven más críticos y tolerantes. 

¿Aburrida, elitista, innecesaria? Nada de eso. La poesía tiene un potencial tan poderoso para promover un compromiso emocional profundo que no podemos perder su lectura en ninguna etapa de la vida.

Compartir