Artículo publicado en el N.º787 (May-Jun 2021)
Creía que nuestra civilización tendría el raro privilegio de presenciar el apocalipsis desde primera fila. Influenciada por las películas, imaginaba que sería un espectáculo de terremotos, tsunamis y lluvias de meteoritos. Pero esto responde a una concepción antropocentrista. La humanidad no verá el fin del mundo. Vería, si no estuviera mirando a otro lado, el fin de su propio mundo, hecho a medida para una parte. Y esta decrepitud es tan desoladora y poco extraordinaria como ha resultado la especie.
Porque, sí, el supuesto ser más inteligente del planeta ha tenido grandes momentos históricos de lucidez. Pero los malgasta por vanidad. Nada le aterroriza tanto como reconocer que no es dios. Pretende ser omnipresente y omnipotente a través de la tecnología, aspira a la inmortalidad mediante la investigación, se refugia de la realidad en ficciones que ha rebajado al entreteni- miento de consumo inmediato para no pensar; cuanto más smart es su entorno, menos tiene de qué preocuparse. De pronto, un carguero encalla en el canal de Suez, atascando la economía. O un virus previsible aparece por sorpresa, y lo que se detiene es la sociedad. La humanidad no existe desde que se naturaliza que los migrantes mueran en pateras.
Sería un buen momento para replantearse un sistema que alguien comparó con un Ferrari a 330 kilómetros por hora. El muro al final está aquí mismo, y ya no puedes frenar; si te desvías, sales del circuito. Lo mejor es dar un acelerón y disfrutar del vértigo de un último récord. Así que, en cuanto la pandemia se relaje gracias a la rapidez con la que se han creado las vacunas, volverá el turismo de masas, la producción insostenible, el consumo voraz.
El ser humano ha encontrado la manera de tener el mundo entero a su alcance, y es negando la existencia de lo que no puede conseguir. Así es como el mundo se hace pequeño. Pierde bosques, vida, pierde espacio, acorrala a quienes han provocado su devastación sin que parezcan darse cuenta, ensimis- mados en sus propias ilusiones. Pierde la capacidad de ver más allá, el tiempo de reacción, las ganas y la posibilidad de cambiar, la creatividad. A medida que el mundo mengua, se vuelve incontrolable (como pasa con la velocidad), aunque dé el efecto contrario.
El fin del mundo es un ser humano mirándose el ombligo, encogido sobre sí mismo, tan enamorado de dónde surgió que no percibe nada más. No hace falta imaginarse cómo será el apocalipsis. Basta con levantar los ojos.
Llucia Ramis es periodista y escritora.