Artículo publicado en el n.º782 (Jul-Ag 2020)
La migración está considerada como el gran problema político de nuestro tiempo. El mundo globalizado ha roto las costuras del Estado, la figura sobre la que se había construido el mundo desde la Paz de Westfalia (1648), sin olvidar, por otro lado, que esta globalización, lejos de igualar, fomenta la desigualdad y la violencia hasta el punto de obligar a sus víctimas a huir buscando refugio en países menos castigados o más prósperos.
Los refugiados serán nuestro mayor problema pero no es de hoy. Viene de atrás. Y desde ese pasado reciente se nos mandaron potentes mensajes, avisando de su peligrosidad, que no nos hemos tomado en serio.
En el año 1941, Hanna Arendt puso negro sobre blanco la gravedad del problema en un trabajo titulado “Nosotros, los refugiados” donde desarrollaba la provocadora tesis de que “los refugiados son la vanguardia de los pueblos”. Extraña tesis porque no parece que el pobre emigrante que viene huyendo del hambre o de la guerra sea vanguardia de nada, ni siquiera retaguardia, todo lo más sobrante o quantité négligeable. Pero Arendt lo tenía claro. Hablaba de los suyos, de su pueblo que en aquel momento andaba de un sitio para otro, expulsados de Alemania porque eran judíos; de Chequia y Austria, porque llegaban los nazis; de Francia, cuando llegaron los alemanes, por ser judíos…Descubrieron que en cada país al que llegaban sólo podían ser seres humanos pero no ciudadanos y eso era tanto como no ser nada. Sin derechos políticos y cívicos, como los que los Estados reconocen a sus ciudadanos, el judío, reducido a la ínfima condición de ser humano, experimentaba su impotencia frente al poder.
Todo esto se producía ante la indiferencia de los nacionales que se sentían al abrigo del poder porque eran franceses en Francia; checos en Chequia o austríacos en Austria. Y es ahí donde interviene como un bisturí la advertencia de Hanna Arendt al decirles que si se reconoce al Estado alemán, por ejemplo, el derecho a privarles a ellos, los judíos alemanes, de sus derechos cívicos por ser judíos, se estaba dejando la puerta abierta para que mañana ese mismo Estado desnacionalizara a sectores conflictivos o improductivos como los enfermos o los viejos o los disidentes.
Bueno, eso es lo que está pasando hoy con los emigrantes o refugiados. Se ven obligados a abandonar su país, para escapar de la muerte, presentándose de pronto ante las fronteras de otros países sin más documentación que ser seres humanos, pero sin papeles. Y ¿qué hacen los Estados ante tantos moros o negros que huyen de su pobreza o sirios, de la guerra? Hacen como aquel ministro de Asuntos Exteriores español, Abel Matures, que cuando la estampida de El Ejido sentenció sin inmutarse que “para el Estado, el emigrante sin papeles no existe”. Entendamos al ministro: no existen como seres humanos, como sujetos de derechos, pero sí como mano de obra. El Estado español, en este caso, se comportaba como el Estado hitleriano en tiempo de Hanna Arendt: se situaban por encima de los derechos humanos. Ellos podían decidir quién tenía derechos y quién no. Lo que les ocurrió a ellos por ser judíos, les ocurría a los peruanos en España por no ser españoles. Pero por la misma regla de tres puede ocurrir mañana con los viejos que consumen recursos que pueden venir mejor a otros o a cualquier otro colectivo de la propia sociedad.
El aviso que nos viene del pasado invita a un par de reflexiones. En primer lugar, a tomarnos en serio la globalización. El mundo es de los seres humanos. Apropiarse de los lugares hasta el punto de defender que solo tienen derecho a vivir bien los nacidos ahí, los de la misma sangre, es algo que no se sostiene ya. Eso dio origen al nacionalismo de los Estados y es también la ideología que, según la misma Hanna Arendt, convirtió a Adolf Eichmann en un criminal. El crimen más grave del hitlerismo consistió en creer “que podían decidir con quien cohabitar la tierra”, es decir, que tenían derecho a decir que esa tierra, Alemania, era suya, de los arios, y que los demás, aunque estuvieran allí, no eran titulares o nacionales. Que Arendt pusiera más énfasis en la apropiación de la tierra que en el asesinato en las cámaras de gas, da idea de lo que está en juego en esto de los refugiados. La historia no pasa por los nacionalismos sino por la mundialización de la política. Y eso alcanza a los derechos humanos que ponen a los Estados por encima de los derechos que son propios del ser humano por el hecho de serlo y no de pertenecer a esta o a aquella tribu.
La segunda reflexión se refiere al alcance político de la migración. Las migraciones se han convertido en un laboratorio político donde están apareciendo las figuras políticas del futuro. Las migraciones son también en este sentido vanguardias prometedoras. Están, por un lado, revolucionando las estructuras políticas pues encarnan el transnacionalismo. El migrante es e- e in-migrante, es decir, alguien que no quiere renunciar ni al lugar de procedencia ni al de acogida. Son el anuncio de un tipo de cultura societaria no ligada a un solo lugar, de nuevas formas de entender y practicar la ciudadanía.