La gran mayoría de los países son unipolares o bipolares. Unipolares significa que hay una gran capital en la que se concentra la actividad económica, política y cultural del país. Francia es un buen ejemplo. En los bipolares hay un reparto de papeles entre dos grandes ciudades. En Italia, Roma es la sede del poder político y Milán del poder económico. Excepcionalmente, pueden encontrarse también países multipolares, como Estados Unidos, pues la capital, Washington D.C., una ciudad de tamaño medio, compite con las megaurbes (Nueva York, Chicago, Los Ángeles).
España, tradicionalmente, se parecía a Italia. Madrid era la ciudad administrativa y funcionarial, Barcelona la industrial y burguesa. Sobre esa base se construyó una competición entre ambas, virtuosa porque representaban modelos distintos y, en última instancia, complementarios. La bipolaridad española, sin embargo, está en proceso de revisión. La región de Madrid ha superado económicamente a Cataluña hace ya un tiempo. España avanza hacia un modelo unipolar en el que Madrid quiere convertirse en el centro de la política, la economía y la cultura.
Como ha mostrado Jacint Jordana en un libro fundamental, Madrid, Barcelona y el Estado (Catarata, 2019), esta dinámica explica en buena medida lo sucedido con el conflicto territorial durante los últimos quince o veinte años. A su juicio, el auge del independentismo es en parte consecuencia de la conclusión que sacan algunas élites económicas y políticas sobre la ruptura de la bipolaridad: si todos los esfuerzos se van a dirigir a Madrid, mejor organizar las cosas al margen de España.
Desde Madrid se replica que el centro ha hecho los deberes, mientras que Cataluña, enredada en sus cuitas internas, se ha vuelto “provinciana”, con una clase política y funcionarial sobredimensionada al servicio del proyecto nacionalista. Si Madrid es un foco de atracción para las empresas internacionales y los trabajadores del resto de España, continúa el argumento, se debe a méritos propios, a que Madrid es una ciudad abierta y global, con baja fiscalidad.
Por debajo de esa retórica, hay proyectos políticos de mayor calado. El sueño recurrente y tantas veces frustrado de la derecha española no es tanto la unipolaridad como la mono-nacionalidad. La unipolaridad, el dominio madrileño, constituye un instrumento o paso intermedio para llegar al verdadero objetivo, tener un centro lo suficientemente fuerte como para poder imponer definitivamente la plantilla mononacional sobre el conjunto del territorio. O con menos palabras, que España pueda adoptar el modelo centralizado francés, de manera que el ruido de las regiones quede en un sordo y lejano rumor.
En esa visión política del futuro, se considera que la respuesta del Estado a la crisis constitucional del otoño de 2017 ha sido un éxito. Puede que la imagen internacional del país se haya resentido, puede que haya habido algún revés judicial en Europa, pero se ha dado cumplido escarmiento a quienes desafiaron al Estado. El problema, en cierto modo, se ha resuelto sin necesidad de negociar nada, sin reconocer legitimidad alguna a las demandas catalanas. Los jueces ya se han encargado de poner las cosas en su sitio.
En última instancia, el poder económico irradiador del centro es la mejor arma del modelo mono-nacional. Sin embargo, el destino de los países no depende solo de la economía. El crecimiento, por sí mismo, aun si resulta fundamental, no basta para alterar mecánicamente los equilibrios políticos que mantienen un país unido. La estructura social, territorial y política de España muestra que el modelo mono-nacional no es mayoritario. Más de la mitad de la ciudadanía tiene dudas serias al respecto. Puede que el éxito madrileño acabe arrastrando a una mayoría hacia el mono-nacionalismo, pero también puede suceder, como estamos observando en la actualidad, que se establezcan coaliciones entre la izquierda española y las fuerzas nacionalistas de ámbito regional que resistan con eficacia el empuje procedente de Madrid. El problema es que no pueden ir más allá de la resistencia: consiguen frenar el empuje mono-nacional, sí, pero no logran avanzar hacia un modelo alternativo, basado en el reconocimiento de la constitutiva plurinacionalidad histórica del país.
Desde finales del siglo XIX, las cuestiones territoriales consumen una cantidad enorme de energía política en España. A mi juicio, la causa última de este peculiar fenómeno, que no es únicamente español, aunque aquí se experimente con inusitada intensidad, consiste en el divorcio entre el país realmente existente y los proyectos políticos que quieren arrastrarlo en una u otra dirección. Adoptando una perspectiva comparada, creo que caben pocas dudas de que el proceso de construcción nacional nunca ha alcanzado el éxito de la Francia mono-nacional: en España coexisten diversas naciones, en el seno o al margen de la nación española. La negación de este hecho tan palmario ha tenido consecuencias enormes. En los peores momentos, se ha impuesto la mono-nacionalidad mediante la represión autoritaria; en los mejores, se han buscado arreglos o apaños para dar voz y competencia a los territorios regionales, pero sin proceder al reconocimiento de la plurinacionalidad.
Siguiendo esta lógica, podríamos decir que en la actualidad asistimos a un intento de reconciliar al país oficial y al país real no por la vía política, desde arriba, sino por la económica, desde abajo; es decir, no se trata de que el Estado suprima la plurinacionalidad, sino de transformar el país en torno al proyecto económico madrileño, de manera que, finalmente, tras más de un siglo de continuos vaivenes, la visión mono-nacional de España se ajuste a la estructura social y económica del país. Que eso llegue a suceder, sin embargo, seguirá dependiendo de la política.