
En los años sesenta del pasado siglo, María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904 -Madrid, 1991) propuso una vía de regeneración para la cultura occidental, una nueva Aurora (palabra que adoptó tras la lectura de la obra homónima de Nietzsche, y que le acompañaría en lo sucesivo) después de la noche oscura, no solo del alma (como escribiera San Juan de la Cruz, otro de sus referentes), sino también del mundo y de las gentes. En una serie de escritos de ese período (Los sueños y el tiempo, de 1960; España, sueño y verdad y El sueño creador, ambos de 1965) creyó encontrar el germen de este renacer en los sueños, convencida de que todo creador ha de sumirse en un estado de ensoñación —es decir, ni de sueño profundo, ni de verdadera vigilia— para dar lugar a la creación de lo nuevo. Ensoñemos, pues, la trayectoria de Zambrano, a fin de recrearla sin necesidad de recurrir para ello a todos los elementos que exigiría una biografía al uso.
Comencemos con un relato muy anterior a su nacimiento, que dice lo que sigue: en la antigua Grecia, la palabra poiesis designaba no solo a lo que hoy denominamos “poesía”, sino a toda forma de creación, y en especial a la que tiene lugar mediante la palabra. Así, la filosofía nació en aquellas tierras como una forma de poiesis, y no alcanzó su autonomía sino tras romper con todos los otros géneros poéticos, a los que terminó por contraponerse. Desde entonces la prosa filosófica adoptó múltiples aspectos, atravesando las épocas hasta desembocar en una apoteosis de la razón según la cual esta sería la única capacidad humana digna de crédito. Cuando este sacrificio de nuestras restantes facultades desbordó los límites del mero discurso teórico, la vida humana experimentó hondas convulsiones que no fueron, con todo, más que el preludio de un largo período de oscuridad. Testigo lúcido de estos malestares, nuestra autora se preguntó por sus causas últimas y creyó encontrar, si bien no un remedio para los mismos, al menos un germen de esperanza en la reconciliación entre la razón y la poesía. Por ello denominó, ya en su edad madura, “razón poética” a su propia propuesta, insinuando de ese modo no únicamente su tesis central, sino también el tipo de escritura con el que pretendería verbalizarla. Pero no avancemos tan deprisa…
Movida tempranamente por el anhelo de reconciliar el pensamiento con la vida, Zambrano se interesó durante la primera mitad de los años treinta tanto por la actividad como por la teoría políticas (su primer libro, de 1930, se tituló Horizontes del liberalismo). Poco después, decepcionada por la política de partidos (y, casi con toda seguridad, bajo el influjo de su maestro Ortega y Gasset), comenzó a plantearse la necesidad de ampliar la razón para tornarla conciliable con aquellos aspectos de la realidad humana que habían sido despreciados por el racionalismo, el positivismo y otros “ismos”, a su modo de ver, en exceso reduccionistas. El estallido de la Guerra Civil no interrumpió esas inquietudes, pero obligó a nuestra autora a prolongarlas desde el exilio, que en su caso se extendió por casi cuatro décadas en diversos países de Hispanoamérica y de Europa. En los inicios de ese periplo, publicó dos volúmenes en los que reflexionó sobre la aciaga situación de su país (Los intelectuales en el drama de España, 1937; Pensamiento y poesía en la vida española, 1939) y un tercero, titulado Filosofía y poesía (1939), en el que anunció algunos de los problemas en torno a los que se articularía la mayor parte de su obra futura.
Impactada por esa descomunal revelación de las oscuras pulsiones de Occidente a la que damos en llamar Segunda Guerra Mundial, Zambrano esbozó durante la primera mitad de los años cuarenta su proyecto filosófico en los términos de una “razón mediadora”, vinculándolo a la inclinación tanto por determinados géneros literarios (la confesión, la guía) como por ciertos autores no especialmente apreciados en la academia (El pensamiento vivo de Séneca, 1944). Además, las preocupaciones de su tiempo le incitaron, no a abandonar, sino a reconducir sus meditaciones sobre el drama de España hacia un asunto más amplio, el de la espeluznante situación europea, por entonces extendida, como es bien sabido, a la totalidad del globo (La agonía de Europa, 1945). Terminada la Guerra, nuestra pensadora se entregó a la escritura de artículos, algunos de los cuales reunió en dos volúmenes destinados a convertirse en obras mayores de su producción: Hacia un saber sobre el alma (1950) y El hombre y lo divino (editado por vez primera en 1955 y reeditado, con notables adiciones, en 1977). Si en el prólogo a la primera de estas dos compilaciones Zambrano reconoció no ser una filósofa “pura”, en declaraciones posteriores sobre la segunda de esas obras observó, no obstante, que lo más próximo a un texto filosófico que alguna vez escribió fue un artículo titulado “La condena aristotélica de los pitagóricos”, incluido en El hombre y lo divino.
Llegados a este punto, tal vez sea conveniente señalar qué es lo que por “filosofía” entendió María Zambrano. En un breve escrito, titulado “A modo de autobiografía” y publicado por primera vez en 1987, la autora malagueña declaró que la filosofía es el tránsito desde lo sagrado (es decir, desde aquel sentimiento en el que lo real se nos manifiesta, pero todavía oscura y confusamente) hasta lo divino (o, lo que es igual, hasta la claridad y la distinción) por medio de la palabra. Pensar filosóficamente es, así, pensar lo que se siente, y ha sido la filosofía “pura” —o, también, la “razón discursiva”—, o sea, aquella que, desconectada por completo del sentimiento, ha querido no obstante sentar las bases de nuestra manera de relacionarnos con la realidad, la que ha contribuido más que ningún otro uso del lenguaje a engendrar los desastres que marcaron la modernidad —y, en particular, al siglo XX—.
Mención aparte merece el hecho de que entre las dos últimas obras citadas Zambrano escribiera su autobiografía, Delirio y destino, que no sería publicada hasta 1989. En este libro dicha autora da cuenta por otra vía de los motivos de su resistencia frente a la filosofía “pura”: si esta, como observara Platón en el Fedón, invita a quienes la practican a alejar su alma tanto como sea posible de los deseos y temores que inspira el cuerpo —y, por lo tanto, a aproximarse a la muerte, que es la ruptura del vínculo que une en vida a aquellas dos instancias—, Zambrano aspiró a mantener el nexo del pensamiento tanto con la vida propia (y de ahí el recurso a la confesión, la autobiografía, etc.) como con la ajena (de donde su preocupación por lo ético, que impregna la práctica totalidad de su obra escrita).
Solo tras estas etapas llegó el momento en el que la ensoñación se tematizó en la obra de nuestras autora, instante que ahora entenderemos como el paso que precede inmediatamente a la plasmación de la “razón poética” en una serie de obras —Claros del bosque (1977), Los bienaventurados (1979), De la Aurora (1986) y Notas de un método (1989), por solo nombrar las principales— en las que la metáfora convive con el concepto, sobreponiéndose a menudo a este e invitando, por ello mismo, a quien se sumerge en su lectura a un trabajo de interpretación no precisamente fácil, pero cuyas recompensas están lejos de agotarse.
María Zambrano regresó a España el 20 de noviembre —fecha simbólica— de 1984. Si durante sus años de exilio le envolvió un aura que hizo que otros expatriados le llamasen “la Sibila”, el hecho de que el suyo fuera el último regreso protagonizado por un intelectual español exiliado desde el fin de la Guerra Civil hizo de esta autora una figura casi mítica. Tal vez por ello, de la vida de Zambrano —esto es, de su cascarón exterior, de su circunstancia inmediatamente reconocible— se ha escrito más incluso que de su pensamiento. ¿No será que lo más rico de este aguarda todavía —imaginemos, para terminar esta ensoñación—, agazapado, su oportunidad, la cual habrá de llegarle sin remedio cuando estemos lo bastante maduros para recibirlo? •
Antonio Castilla Cerezo
PROFESOR DE FILOSOFÍA Y CODIRECTOR DE LA REVISTA AURORA: PAPELES DEL SEMINARIO MARÍA ZAMBRANO
Ilustración de David Pintor.