El gran reto al que se enfrenta la Unión Europea (UE) consiste en que la ciudadanía pueda reconocer hasta qué punto sus derechos y valores continúan estando mejor protegidos en esta casa común. Después de lidiar en los últimos tres lustros con crisis financieras, sanitarias, migratorias, energéticas y sociales, y en un escenario geopolítico convulso e inquietante en el que los dirigentes de la UE abonan la retórica bélica, Europa vive una paradoja: por una parte, la integración nunca había llegado tan lejos, incluida la por ahora puntual emisión de deuda conjunta; por la otra, elección tras elección ganan terreno formaciones que simpatizan con el repliegue identitario y que nadan en el euroescepticismo. El Parlamento Europeo, que este junio se renovará en el mayor ejercicio democrático multinacional del mundo para elegir a 721 eurodiputados, será, si se cumplen los sondeos, una réplica de lo que viene sucediendo en buena parte de los países del club, pero visibilizará su alcance y su fuerza a escala supraestatal.
El bloque que tradicionalmente ha llevado el timón en la Eurocámara, el que ha apostado, con sus diferencias, por más Europa, tiende a debilitarse. Lo constituyen el grupo popular (que en España y en Europa va por delante) y el socialdemócrata, a menudo con el concurso de liberales y verdes. Ahora nos espera una mayor fragmentación política. Si ganan peso populistas y ultras, la duda es saber en qué medida el bloque pro-Europa aguantará con menos plumas, o si se activarán alianzas por el flanco derecho. Cierto, dicho flanco anda muy dividido sobre Ucrania, Israel, el proteccionismo, las futuras ampliaciones o el debate sobre irse de la UE. Pero ya ha conseguido capitalizar descontentos y expandir su agenda (recordemos las protestas agrícolas), lo que augura una política migratoria aún más restrictiva y un debilitamiento del Pacto Verde para descarbonizar la economía. Esa parece ser una frontera entre europeístas y euroescépticos.
Ojo. El bloque europeísta tendrá que probar que puede apellidar de “justa” la gran transformación económica y social hacia las energías limpias, tomando en serio las desigualdades sociales. Los mensajes fáciles que culpan a Bruselas de imponer ritmos acelerados calan en todo el espectro político.
La clave es cambiar estilos de vida y consumir menos energía. Pero también supone dinero. Mucho. Según el think tank New Economic Foundation, solo cuatro de los Veintisiete (Dinamarca, Irlanda, Letonia y Suecia) tienen margen para acometer las inversiones necesarias para cumplir sus objetivos climáticos, una vez en vigor las nuevas normas fiscales de la UE, tras el paréntesis expansivo postpandemia. Recortar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en un 55% en 2030 exige 520.000 millones de euros anuales en inversiones adicionales, que topan con los límites de deuda pública (60% del PIB) y déficit presupuestario (3% del PIB).
La UE también necesita dinero para reforzar su autonomía estratégica industrial y tecnológica, acometer la digitalización, reforzar sus estados del bienestar ante el envejecimiento de la población o seguir apoyando a Ucrania (para más guerra y/o para reconstruirla). Sin olvidar las prisas para rearmarse, que parecen desbancar todo lo demás, ante el declarado temor a un regreso de Donald Trump, la supuesta amenaza rusa y el polvorín de Oriente Próximo. La consultora McKinsey, a la que los gobiernos suelen hacer mucho caso, estima que los presupuestos de defensa en Europa aumentarán entre 700.000 y 800.000 mil millones de euros entre 2022 y 2028. La cuantía equivale a la movilización de los fondos EU Next Generation. “Expertos” citados por The Wall Street Journal auguran que acabará siendo necesario elevar el gasto militar europeo a un 3% del PIB (ahora la carrera es alcanzar el 2%). Los recortes que ello conllevaría en España pueden superar los 20.000 millones de euros anuales.
Encorsetarse con duras reglas fiscales, aunque más flexibles y adaptadas a cada país, en un momento de grandes necesidades financieras parece muy contradictorio. Sobre todo, si no avanza una unión fiscal, una integración presupuestaria con mayores aportaciones a la caja común, más impuestos y capacidad de endeudamiento permanente. Sobre todo, sin más Europa. A menos que el resultado termine siendo otra vuelta de tuerca al contrato social.
Por Ariadna Trillas
PERIODISTA