Los nuevos fármacos y terapias dejan parcialmente fuera a más de la mitad de la población: en especial a las mujeres y a las minorías étnicas. En 1977, la agencia norteamericana del medicamento recomendó excluir a las mujeres en edad fértil de los ensayos clínicos. Este enfoque cauteloso fue el resultado de incidentes relacionados con nuevos medicamentos, en particular la tragedia que causó la aprobación precipitada de la talidomida.
El cambio tuvo un efecto negativo: el coste de excluir a las hembras —ya sean humanas o animales— de la investigación científica fue elevado y todavía lo sufren. Las mujeres tienen casi el doble de probabilidades que los hombres de sufrir efectos secundarios graves en los tratamientos farmacológicos, la mayoría de los cuales tienen dosis recomendadas basadas en las pruebas iniciales realizadas en hombres blancos. Las mujeres tampoco obtienen los mismos beneficios que los hombres de los mismos fármacos, no se han ajustado las dosis y pautas óptimas para ellas.
Las cosas cambiaron con más agilidad cuando las científicas empezaron a llegar a los puestos directivos. En 1991, la cardióloga Bernadine Healy se convirtió en la primera directora de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos (NIH) y puso en marcha la Iniciativa para la Salud de la Mujer, un grupo de ensayos clínicos y un estudio observacional que reclutó a más de 150.000 mujeres. Los ensayos permitieron comprobar los efectos de la terapia hormonal posmenopáusica, la modificación de la dieta y los suplementos de calcio y vitamina D sobre las enfermedades cardiacas, las fracturas óseas y el cáncer de mama y colorrectal, algunos de los principales problemas de las mujeres. La comunidad científica dejó de ignorar a la mitad de la humanidad.
El mismo sesgo se veía en la investigación con animales. Durante décadas, los ratones macho han sido la norma en los experimentos que prueban nuevos fármacos. ¿El motivo? Los ratones hembra, que experimentan un ciclo de cuatro a cinco días de fluctuación de las hormonas ováricas, se consideraban demasiado complicados. Las nuevas investigaciones están tirando por tierra estas suposiciones: el comportamiento está menos influido por las hormonas de lo que creíamos y parece que las hembras constituyen grupos más homogéneos, más apropiados para la investigación que los machos. Quizá entran también en juego ciertos sesgos machistas, ver a las mujeres como seres emocionales dominados por las hormonas mientras que los hombres somos —supuestamente— racionales y estables.
Finalmente, existe una brecha de género en el uso de algunos servicios sanitarios, por ejemplo, los de salud mental. Los hombres consultamos menos a los expertos que las mujeres. En la población entre 16 y 24 años, el número de mujeres que acuden por un problema de salud mental es casi tres veces superior (26% frente a 9%) al de los hombres de la misma edad. Hay también síntomas diferentes y las enfermedades relacionadas con el estrés, como el trastorno por estrés postraumático y el trastorno depresivo mayor, son dos veces más frecuentes en las mujeres que en los hombres, mientras que otros trastornos como la esquizofrenia o el autismo son más frecuentes en los varones. Las adolescentes tienen una prevalencia mayor de trastornos de la conducta alimentaria e ideas de suicidio, mientras que los chicos adolescentes tienen más probabilidades de tener problemas de ira, conductas de alto riesgo y llegar realmente al suicidio.
Hombres y mujeres pensamos y actuamos no tanto por nuestros cromosomas sino debido a ideas culturales de feminidad y masculinidad. La expresión emocional, el cuidado de la salud y pedir ayuda se enmarcan como rasgos femeninos,¡ mientras que se espera que los hombres tengamos un comportamiento fuerte, independiente y autosuficiente. Como resultado, los hombres ocultan sus necesidades de salud mental, enmascaran su fragilidad y se niegan a buscar ayuda, todo ello para encajar en el papel masculino socialmente prescrito. Los hombres somos más propensos que las mujeres a enfrentarnos a la enfermedad mental por nuestra cuenta, tememos la estigmatización y si decidimos buscar ayuda profesional, tendemos a preferir una solución rápida y fácil, que muchas veces no existe. En consecuencia, somos más propensos que las mujeres a pedir un tratamiento farmacológico en lugar de psicoterapia, creemos más en las pastillas que en las palabras.
Es necesario investigar las diferencias de sexo en el desarrollo de las enfermedades y en la eficacia de los tratamientos. Vamos camino a una medicina personalizada, pero pensar en un abordaje individual es algo ilusorio si no atendemos primero a los dos principales grupos en los que se puede clasificar a los seres humanos: hombres y mujeres.
José Ramón Alonso, catedrático del Instituto de Neurociencias de Castilla y León, Universidad de Salamanca