
El nombre de Miguel de Unamuno goza en la actualidad de una salud fantástica en lo que a reconocimiento se refiere. Han contribuido a ello algunas películas y documentales, libros centrados en su figura, biografías, exposiciones, las continuas reediciones de sus obras, la maravillosa labor de conservación y difusión realizada por la Casa Museo de Unamuno en Salamanca (en ese enclave privilegiado que antaño fue casa rectoral y vivienda temporal del filósofo). Es innegable el papel de la cultura en ese —aparentemente— caprichoso elemento que es la memoria colectiva. Sin embargo, hay en ello algo más profundo, algo que solo puede atribuírsele al empeño de ese hombre de carne y hueso que nació en Bilbao el 29 de septiembre de 1864 y falleció el último día del aciago año 1936 en Salamanca. Nos referimos al trasfondo tan eterno como contemporáneo de sus ideas. Empeño, decimos, y agónico, habríamos de añadir —adecuándonos al sentido paulino del término empleado por Unamuno—, del cual queda constancia en su vasta producción.
Ensayo, novela, poesía, obras híbridas de poesía, ensayo y novela; artículos de periódico, teatro, reseñas literarias, comentarios a (y en) libros, apuntes de viajes y de destierro, crónica política, epístolas, diarios, cuentos… no hubo género literario que dejase sin practicar. Y todos ellos los ejerció desde dos impulsos superpuestos, arraigados en la palabra: por un lado, el de claridad y sencillez en su forma de expresarse, para acercar el pensamiento y, más aún que este, el sentimiento, a cuantas personas se asomasen a sus escritos; por otro, el del “hambre de inmortalidad” que solo puede ser saciado, potencialmente, a través de la palabra creadora y recreadora: en el Verbo.
Lo primero, contenido en sus nociones de “habla viva”, de “razón cordial”, de “metáfora”, de “paradoja”, surgió como una respuesta al intelectualismo, al cientificismo decimonónico (como puede verse en Amor y pedagogía, sobre todo en el personaje del erudito, don Fulgencio Entrambosmares), y al hermetismo de los tratados filosóficos de corte germano y racionalista (criticados en el archiconocido Del sentimiento trágico de la vida, pero también en los artículos “Divagaciones concéntricas: el naufragio de Don Quijote”, y en “Sobre la europeización (arbitrariedades)”). Se entiende, en este sentido, su inclusión en el grupo de la Generación del 98.
El apetito de claridad emergió, asimismo, por una conciencia social en constante desarrollo, que es lo mismo que decir en búsqueda tenaz por comprender a, y formar parte de, lo colectivo, lo que le acarreó no pocas fatigas políticas en vida: el destierro por su oposición a Alfonso XIII y a Primo de Rivera, que comenzó en Fuerteventura en 1924 y prosiguió en París y en Hendaya hasta 1930, o el arresto domiciliario tras el célebre (y ficcionado) enfrentamiento en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca con Millán Astray, sufrido desde el 12 de octubre de 1936 hasta su muerte. Y, aun después de ella, sigue pagando el precio de haber ejercido su “derecho a la santa contradicción”, siendo acusado y utilizado por unos y otros (o “los hunos y los hotros”, según escribiese en carta a su amigo Quintín de Torres en diciembre del mismo año 1936) para abanderar ideologías.
En Unamuno, no obstante, la conciencia colectiva y social, es decir, el pueblo, va mucho más allá de los partidos políticos. Esta engloba las crisis, de las cuales don Miguel también supo bastante, fueran nacionales —la III Guerra Carlista en la cual le tocó crecer, la finisecular de 1898, la ya mencionada Guerra Civil; de todas ellas hay impresiones recogidas en Recuerdos e intimidades, en Niebla, y en su último proyecto, inconcluso, El resentimiento trágico de la vida— o personales —la más destacada, por decisiva, fue la crisis de fe de 1897, nunca superada, y a la que debemos obras tan excelsas como El Cristo de Velázquez, Del sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo, y otras publicadas póstumamente, como las Meditaciones Evangélicas, el Diario íntimo, o una proto-nivola que vio la luz bajo el título Nuevo Mundo—.
Engloba también las ideas, las dudas, las tradiciones, las formas del sentimiento, el sentido de la culpa, las esperanzas, pasiones y sueños de las distintas generaciones y, en definitiva, la intrahistoria o el Espíritu de todos los pueblos atravesados por la gran tragedia humana: la finitud y la conciencia de ella, a lo cual llamó “el dolor de la conciencia de muerte”.
Para comprender mejor lo anterior y el vínculo que lo trenza con lo siguiente (al ansia de inmortalidad), nos serán de ayuda estas líneas de La agonía del cristianismo: “la verdad es algo colectivo, social, hasta civil; verdadero es aquello en que convenimos y con que nos entendemos”. De ahí que, en el prólogo a la segunda edición de su primera novela, Paz en la guerra, escribiese: “esto no es una novela: esto es un pueblo”; así como la famosa sentencia extensamente desarrollada en Vida de Don Quijote y Sancho y resumida en Cómo se hace una novela: “Don Quijote es para nosotros tan real y efectivo como Cervantes o más bien este tanto como aquel”.
Se trata de una fe en la inmortalidad no a través del cuerpo biológico, ni siquiera de un hipotético Dios, a quien sentimos por sus silencios, sino por medio de la creación de símbolos (como don Quijote, o San Manuel Bueno, o la tía Tula, o Augusto Pérez de Niebla) que nacen en lo individual y regresan a lo colectivo desde el conocimiento y la comprensión, es decir, desde y hacia el amor.
En el Discurso inaugural del curso 1935-36 lo defendió con estas bellísimas palabras:
Me he esforzado por conocerme mejor para conocer mejor a mi pueblo —en el espejo, sobre todo, de su lengua— para que luego nos conozcan mejor los demás pueblos —y conocerse lleva a quererse—.
En el fondo de todo esto habita el problema de la personalidad, esto es, la memoria (personal e histórica) para el filósofo vasco-salmantino, sintetizada en la acción creadora del autor y en la persistente acción recreadora del lector atento, capaz de sortear los escollos espaciotemporales impuestos por el cuerpo biológico. ¿Para qué? De nuevo, para conocerse y comprenderse compasivamente a uno mismo y, a la vez, a todos los demás. Para la vida. Para creer en ella creándola, y viceversa. Para que sea una creación continua —como extrae de la lectura de textos místicos, y proclama él mismo en “¡Plenitud de plenitudes y todo plenitud!”—.
Esta indagación cordial por el sentido y la realidad del ser, del Yo, y de los otros como distintos yoes es el eje que articula cada uno de los textos escritos por Unamuno, la punta de lanza de su influencia en movimientos posteriores como el existencialismo, la fenomenología y el posmodernismo y, por supuesto, la clave de su inmortal actualidad. Porque lo que don Miguel saca a la superficie desde la palabra desnuda que quiere decir para todos, es un espejo en que mirar la esencia eterna de lo humano, con todas sus contradicciones, dolores y esperanzas. Principalmente, el dolor de sabernos finitos, y la esperanza de no estar solos: sea con Dios o con la Conciencia Universal reconocida en el tiempo que tenemos en la tierra, tarea principal de los sentimientos y la literatura.
Si Unamuno está alcanzando su deseo de inmortalidad, al menos aquí y ahora (lo que equivale a decir siempre, ya que “la labor más grande es siempre la del momento; la eternidad se llama “ahora” y el infinito “aquí”, tal cual escribe en Mi Confesión) es porque fue capaz de infiltrarse hasta el tuétano del alma y de darse, sin máscaras ni costras conceptuales, en todo lo escrito, para que siguiésemos encontrándonos allí, y a él en las profundidades de la emoción primitiva, el temblor.
Me destierro a la memoria, voy a vivir del recuerdo. (…) Cuando me creáis más muerto retemblaré en vuestras manos.
Aquí os dejo mi alma-libro, hombre-mundo verdadero. Cuando vibres todo entero, soy yo, lector, que en ti vibro.
En estos versos de 1929 condensó el desiderátum de hacerse carne en la palabra, y nos legó el sentido de la lucha agónica de todas las generaciones: participar activamente en la conciencia colectiva para salvarnos, una vez más, personal e históricamente. •
Ana Rosa Gómez Rosal
DOCTORA INTERNACIONAL EN FILOSOFÍA Y ESCRITORA