Oscar Wilde, el genio y el talento

El 30 de noviembre de 1900, hace 125 años, murió en París el poeta y escritor Oscar Wilde.

Pese a haber sido durante años un autor exitoso aclamado por público y crítica, murió en la indigencia en su exilio parisino, enfermo de meningitis y abandonado por la mayoría de sus amigos y admiradores, que habían sido muchos. Como recordaba su amigo francés André Gide, también escritor, también iconoclasta y también homosexual, pocos fueron quienes se sumaron “al pobre cortejo que acompañó sus despojos hasta el cementerio de Bagneux”. Pero no pasó mucho tiempo hasta que se le trasladó a un panteón en el Père-Lachaise, su memoria ya rehabilitada, en reconocimiento del genio que durante décadas más libros había vendido en lengua inglesa y más obras de teatro había visto representadas, tras el insuperable Shakespeare.

Wilde había nacido en 1854 en Dublín, entonces todavía territorio británico y allí pasó unos primeros años de vida feliz y sin privaciones. Puede decirse que vivió en un ambiente burgués muy refinado y en un hogar que representaba, de algún modo, un referente cultural de la
ciudad. Su padre era un conocido cirujano oftalmólogo aficionado a la arqueología y a escribir libros de viajes. Su madre, poetisa, traductora y escritora. En su casa se celebraron infinidad de tertulias que contaban con la participación de músicos, filósofos, poetas y políticos relevantes. No es de extrañar, en ese contexto, que Oscar escribiese poemas y cuentos en su infancia y adolescencia.

Tras acabar la universidad se instaló en Londres y allí se labró pronto su fama como artista iconoclasta e irreverente, la cual fue agrandándose a medida que iba publicando sus primeras obras. Llegó un momento en el que consiguió ser el principal centro de atención de la vida bohemia y desenfadada londinense. Cuando cayó en desgracia, Wilde lo había sido todo en el Londres de la última etapa victoriana. Ya entonces se le consideraba el dramaturgo más destacado del momento y los estrenos de sus obras de teatro eran auténticos acontecimientos sociales. Aunque su fama se debió, sobre todo, a su forma de vida y a sus excesos, a su vestir extravagante, a su aguzado ingenio, siempre mordaz, a sus ocurrencias, a menudo impertinentes y a su impostura. Quiso ejercer de dandi y derrochó su dinero porque le encantaba rodearse de una corte de admiradores, generalmente más jóvenes que él. Y, a pesar de ese comportamiento tan poco convencional, a Oscar Wilde se le consideró siempre un artista y un intelectual de primer orden; daba igual si su genio se expresaba en epigramas, en cuentos, en artículos, en poemas o en su única novela, El retrato de Dorian Gray.

Se atrevió también, desde muy joven, a dar conferencias en Estados Unidos y Canadá, erigiéndose entonces como portavoz del esteticismo y estandarte del renacimiento inglés. Mostró un gran conocimiento de la Biblia y toda su vida anduvo explorando muy de cerca el potencial místico de la religiosidad católica, que le atraía enormemente, hasta el punto de pedir ser bautizado en su lecho de muerte. Fruto de este interés nacería su obra Salomé, cuya representación fue prohibida en Inglaterra por incluir a personajes bíblicos, por lo que fue estrenada en París unos años más tarde. Decidió entonces escribir ya solamente “comedias divertidas para gente seria”, que se convirtieron inmediatamente en sus mayores éxitos de público y le convirtieron definitivamente en el hombre de moda en Londres.

“Era más que sincero —escribió sobre él André Gide—. Lo mejor de sus obras no es sino un pálido reflejo de su brillante conversación”. El mismo Gide asegura que Wilde le confesó: “Mis comedias no son buenas, ni yo lo pretendo en absoluto… ¡Pero si supiera usted cómo divierten! Casi todas son el resultado de una apuesta. Dorian Grey, también. La escribí en unos días, porque uno de mis amigos pretendía que yo era incapaz de escribir una novela. ¡Me aburre tanto escribir!”.

Durante unos años fue el centro de atención indiscutible entre los artistas, actores, escritores, esnobs y “bon vivants” de la alta sociedad. En palabras de Gide, “Wilde poseía lo que Thackeray llama el don fundamental de los grandes hombres: el éxito. Su ademán, su mirada
exultaban. Su éxito era tan seguro que parecía preceder a Wilde y que este no tenía sino que ir avanzando tras él. Sus libros asombraban, encantaban. Sus obras teatrales hacían correr a todo Londres. Era rico; era grande; era hermoso; estaba colmado de dichas y de honores… En cuanto llegó a París, su nombre corrió de boca en boca; sobre él se contaban anécdotas absurdas: Wilde sólo era todavía alguien que fumaba cigarrillos con boquilla de oro y que se paseaba por las calles con una flor de girasol en la mano. Porque, hábil para engatusar a quienes cimentaban la gloria mundana, Wilde había sabido crear, a modo de fachada de su auténtica personalidad, un divertido fantasma, que él interpretaba con ingenio”.

La caída en desgracia Hasta el momento en el que su mala cabeza y la creencia de que su fama le hacía inmune ante cualquier exceso le hicieron caer definitivamente en desgracia y ser proscrito por toda la gente bien que vivía encorsetada todavía por el puritanismo formal de la época victoriana.

En sus obras y en sus apariciones públicas, se había regodeado de las convenciones y de los límites que se autoimponía la alta sociedad de la época, al tiempo que mostraba con insolencia e ingenio la hipocresía y la doble moral que reinaban como algo natural, siempre que ante los demás se mantuvieran las formas y la apariencia de respeto a las normas. Se le habían tolerado todas esas provocaciones porque en general las había descrito con gracia y sin haber señalado a nadie en concreto. Pero su insolencia superó los límites permitidos
cuando desafió públicamente al padre de su joven amante, el marqués de Queensberry, quien previamente había acusado a Wilde en un libelo de que presumía de ser un “somdomita”. Wilde no sólo se mofó de la incultura del marqués, sino que además decidió denunciarle por injurias. Y ahí empezó su calvario. En Londres nadie dudaba de que Wilde, como tantos otros, llevaba una doble vida: estaba casado y tenía unos hijos a quienes veía relativamente poco, mientras que nunca le faltó tiempo para dejarse ver en compañía de otros hombres.

En el momento en que empezó su declive público y personal, Wilde tenía tres obras de teatro que se estaban representando simultáneamente en Londres. Ningún otro autor había conseguido antes algo similar. De hecho, hasta el afamado y respetado Henry James había intentado emularle escribiendo obras de teatro que fueron auténticos fracasos.

Nadie estaba entonces a la altura de Wilde como autor teatral. Precisamente por esta razón acabó poniéndose estupendo y creyendo que su fama le hacía invencible. El marqués de Queensberry, el padre de su joven amante Alfred Douglas, un niño rico y caprichoso a quien tenía subyugado, le acusó públicamente de ser un pederasta. No solo se trataba de la venganza de un padre desairado, sino de una sociedad puritana harta de los excesos libertinos del hombre de moda. Muchos deseaban ponerle contra las cuerdas y acabar con el mito viviente y Wilde se lo puso fácil cuando, en lugar de rehuir el conflicto, acusó a su vez al marqués de haberle difamado. Este le llevó a juicio y el proceso se convirtió en una causa contra una concepción libre y moderna del arte y contra una forma de vida que ponía en cuestión la estricta moral victoriana. El artista perdió el duelo que él mismo había originado y fue castigado con dos años de prisión con trabajos forzados.

La misma noche en la que se hizo pública la sentencia, decenas de hombres cruzaron el canal en dirección a Francia como medida preventiva. Y, sorprendentemente, otra víctima indirecta de los juicios contra Wilde fue el primer ministro, lord Rosebery, que era homosexual y cuyo nombre apareció entre los papeles del proceso al escritor.

Los dos años de cautiverio los cumplió en la prisión de Reading, donde tuvo que soportar durísimas condiciones de vida y de trabajo que le provocaron una degradación física irreversible. Allá escribió De Profundis, considerada por muchos su mejor obra literaria, un texto
en forma de epístola, una sublime declaración de amor dedicada a su joven amante, a cuya traición se debió en buena medida la desgracia del escritor. Epistola: In Carcere et Vinculis (De Profundis) es una extensa confesión escrita con voluntad de redención, un libro brillante que permite apreciar el arte literario, la sensibilidad y la gran profundidad espiritual del Wilde más íntimo y auténtico, liberado ya de la necesidad de epatar y en la que se hace patente la conversión religiosa del autor.

Cuando fue puesto en libertad, sus condiciones físicas eran ya desastrosas. Se exilió en París con un nombre falso porque allí había tenido algunos amigos, pero llevó una vida bastante solitaria. Recibió visitas esporádicas de antiguos amigos y conocidos, entre los cuales el propio Alfred Douglas. Y escribió su última obra, La balada de la cárcel de Reading, un poema donde ponía de manifiesto los duros ritmos de la vida carcelaria. El 30 de noviembre de 1900, murió de meningitis en una lóbrega pensión parisina, a los 46 años.

Su amigo André Gide, “uno de aquellos que le escucharon con mayor avidez”, según dejó escrito tras su muerte, anotó esta reflexión del escritor: “¿Quiere usted conocer el gran drama de mi vida? Es que he puesto todo mi genio en mi vida; en mis obras sólo he puesto mi talento”. •

Por Àlex Masllorens, periodista y escritor. Es autor de El poeta indecente, Deriva Editorial (2007) y Salto de página (2016), que recrea la relación de amistad de Wilde con el pintor Toulouse Lautrec. 

 

 

 

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