Pasión por las palabras

Los lectores de El Ciervo somos gente extraña. Formamos una grey plural y variopinta donde caben tanto los abolengos más eximios y las calañas más dispares. ¿Pero de verdad pueden tener tan diversas gentes algún interés común? Quizá la complicidad más fraterna que nos une a los lectores de El Ciervo sea la confianza inquebrantable que mantenemos en las palabras. Incluso a sabiendas de que son solo vibraciones momentáneas del aire, rastros de tinta en el curso de nieve de estas páginas. Incluso si nos parecen voces perdidas en el mar. Son las palabras las que nos convocan al ardor de su propio fuego, las que podemos invocar y blandir como espadas que no buscan herir con saña, sino discernir, separando a uno y otro lado de su agudo filo, las razones de las falacias y el análisis maduro de la mera consigna populista.

Como médico, me resulta muy esperanzador constatar que la cabecera del paciente es todavía un reducto donde las palabras conservan todo el poder iniciático de revelación y de auxilio con el que nacieron un día, aquella mítica mañana en que el aliento de Dios animó el mundo. Y eso constituye hoy un verdadero milagro, en este pobre mundo sitiado por la mentira, las fake news y la cruda simpleza de las rimas raperas. El doctor Gregorio Marañón solía decir que el mejor invento de la medicina no fue la penicilina ni las sombras luminosas de las radiografías, sino la silla. ¿La silla, don Gregorio?, le preguntaban extrañados sus alumnos. Sí, la silla, insistía él. El lugar donde el paciente se sienta al llegar a la consulta y donde da inicio el diálogo con el médico, la conversación, la palabra que acude en auxilio del dolor, del sufrimiento y del miedo; donde se formulan las mismas preguntas que venimos haciendo desde el siglo IV antes de Cristo, desde los tiempos olvidados del sabio Hipócrates: qué le pasa, desde cuándo y a qué lo atribuye; las tres preguntas hipocráticas que abren las puertas secretas del diagnóstico.

Porque así son las palabras: útiles y traicioneras, instrumentos de la precisión o de la demagogia, alentadoras o disuasorias, acariciadoras o contundentes, vehículos de comunicación o armas arrojadizas. Su prestigio lo decide muchas veces la intención de quien las pronuncia o el ánimo de quien las escucha.

En los mercados de Estambul o en las callejuelas de Éfeso se utiliza paradójicamente el término palavra para designar la mentira, la vana palabrería del embaucador. La voz está tan plenamente asumida por este idioma que sufre incluso las desinencias habituales de la derivación, y así palavracı significa mentiroso en turco. El término sería una herencia del portugués o del español y, para otros, quizá del dialecto véneto italiano. El escritor Juan Goytisolo apunta una curiosa explicación: en tiempos del Estambul otomano, los numerosos comerciantes extranjeros, establecidos en el populoso barrio de Gálata, utilizaban una especie de sabir o lingua franca compuesta de palabras francesas, italianas, árabes, turcas, griegas y también castellanas, portuguesas y catalanas. Muchas de ellas sobrevivieron a las reformas idiomáticas de Atatürk y persisten en la lengua turca de hoy.

De este hecho, aparentemente anecdótico, podemos deducir dos cosas: primero, el escaso valor que tendría por entonces la “palabra de honor” dada por un comerciante –no sabemos si español, portugués o veneciano– para haberse acuñado de forma tan indeleble esta vergonzosa moneda de cambio. Pero, sobre todo, nos habla de la sorprendente plasticidad de las palabras, que son capaces de atrapar entre sus sílabas hasta la ironía y el sarcasmo de los hablantes.

En fin, andamos ya muy hartos de lidiar cada día con falsas palabras, palabras podridas, medias palabras, palabras coaguladas, palabras eco, palabras calco, palabras perfumadas y hasta palabras pódium donde uno se sube para parecer más alto. Por eso me alegra encontrarme periódicamente en El Ciervo con palabras honestas y con personas que sienten pasión por las palabras. Gentes que leen, reflexionan, escriben y conversan sólo por amor a las palabras. Por puro amor a las palabras. •

 

Por Juan V. Fernández de la Gala, médico y antropólogo forense

 

 

Créditos de la imagen: retrato de José Mujica en Casa de América. Licencia Creative Commons.

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