“¿Por qué, para qué el teatro? ¿Es un anacronismo, una curiosidad superada, superviviente como un viejo monumento o una costumbre de exquisita rareza? ¿Por qué aplaudimos y a qué? ¿Tiene el escenario un verdadero puesto en nuestras vidas? ¿Qué función puede tener? ¿A qué podría ser útil? ¿Qué podría explorar? ¿Cuáles son sus propiedades esenciales?”
Peter Brook dedicó su larga y fructífera vida a tratar de encontrar respuesta a estas preguntas que se formulaba en El espacio vacío, su obra más conocida, que ha sido una biblia para teatreros de la segunda mitad del siglo XX. Como todo sabio, Brook, que nos ha dejado en silencio a los 97 años, no estaba nada seguro de haberlo logrado. Fue el más destacado renovador del teatro: empezó desmontando las maquinarias chirriantes, los decorados pomposos y las no menos crujientes declamaciones actorales de los clásicos y terminó vaciando el espacio escénico para llenarlo con la desnudez de los humanos. Se enamoró de los viejos edificios en demolición o ruinas, como el antiguo teatro de las Bouffes du Nord, en París, o el Mercat de les Flors, en Barcelona y en lugares como estos supo encontrar la esencia, el núcleo, la destilación de obras populares, como Carmen, o sagradas, como el Mahabharata. Supo cómo vaciar el espacio para dar lugar a la vida. La vida que palpitaba sumergida en los versos de Shakespeare o bullía en las representaciones de los cómicos de carromato jaleados por un público bullanguero cerveza en mano, o en el cortinaje rasgado, las lentejuelas opacas y las medias descosidas del cabaret, el music hall, el circo, Manolita Chen. Peter Brook respetaba el teatro en todas sus formas. “Interpretar requiere mucho esfuerzo. Pero en cuanto lo consideramos como juego, deja de ser trabajo. Una obra de teatro es juego”, dejó escrito con exacta razón literal: play, en inglés.
Jaume Boix
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